Ya están los niños en el aula, sentados frente a la gran pantalla. Todos ellos han nacido aquí, dentro de la nave que desde hace diez años nos lleva sin rumbo por el espacio, confiándonos a la suerte, porque no disponemos de una carta de navegación que nos señale adónde tenemos que dirigirnos.
Hoy me ha tocado impartir la clase de Medio Ambiente y Ecología. Antes de emprender el viaje, esta asignatura era lo que coloquialmente llamábamos una María. Ahora es la más importante del programa educativo. Les pongo el documental. Hemos eliminado las secuencias con efectos especiales para que los niños no tengan una idea equivocada de lo que realmente fue. Durante quince minutos ven la Naturaleza desplegarse en todo su esplendor: paisajes otoñales tapizados de ocres y rojos; largos ríos culebreando por el verde de la selva amazónica; el lienzo ondulante que en el cielo forma una bandada de golondrinas; el contraste entre el negro de la colonia de pingüinos y el blanco hielo antártico; el galope de las cebras por las praderas del Serengueti; colibríes aleteando suspendidos en el aire; el sinuoso y rayado sigilo de los tigres… ¡Tanta belleza que duele!
Imágenes que no se parecen a nada de cuanto los niños ven dentro del frío mundo de la nave, por mucho que esta tenga las dimensiones de un transatlántico y hayamos reproducido en alguna medida la vida de las ciudades que habitábamos. Esta es la razón por la que al principio los niños sienten curiosidad y ponen interés, incluso muestran un instintivo goce estético ante la belleza de lo que están viendo. Luego, con el paso del tiempo, les parece muy aburrido, se cansan, deja de interesarles. Nos dicen que ese mundo no existe, que lo que aprenden no les va a servir en el futuro. Nos gusta que al menos hablen del futuro, y les pedimos que tengan confianza: algún día encontraremos un lugar donde vivir fuera de la nave. Es por eso, para evitar su hastío, que decidimos distanciar en el tiempo las proyecciones, para que la rutina no agote la sensación de asombro, que es lo que nos pasó a nosotros: que nos olvidamos de la majestuosidad de nuestro mundo, de lo insólito que era, y no lo cuidamos como se merecía. Y eso que nosotros sí vivíamos dentro de esa realidad con los cinco sentidos, no eran meras imágenes que se desvanecían en la oscuridad de la pantalla.
Tampoco nos entienden los niños cuando los adultos nos abrazamos, o temblamos y lloramos al ver la película de ese mundo que era nuestro y ya nunca volverá. Mi hijo es uno de esos niños, y cuando me pregunta por qué lloro, le digo que algún día quizá pueda comprenderlo. No me gusta esa respuesta, como no me gustaba que mis padres, cuando de niño les planteaba alguna duda, se remitieran siempre a mi yo adulto. No, no me gusta. Pero no sé hacerlo mejor. O sí sé, pero no quiero que me pregunte, todavía no, por qué no hemos conservado ese mundo si era tan maravilloso, pues no tendré palabras para explicarle la razón de nuestra necedad, de nuestra soberbia; explicarle por qué, tan inteligentes como nos creíamos, fracasamos rotundamente en lo esencial y tuvimos que dejar nuestra casa en ruinas, inhóspita, y ahora vamos a la deriva, a la búsqueda de otra casa que se parezca a la que ya teníamos y perdimos.
Cuando acaba el documental, surge la imagen que el gran telescopio, siempre enfocado en la misma dirección, proyecta en la pantalla. La imagen de la que fuera nuestra casa. Cada vez más pequeña, más lejana, una canica en la inmensidad del Universo. Entonces, siguiendo el ritual que acordamos en nuestro programa, nos disponemos en círculo agarrándonos de las manos, y recitamos la oración que, antes de la partida, escribieron representantes de todos los credos, incluso de los que no tenemos ninguno. Y al finalizar, para que no se pierda en el olvido y nos dé la fuerza en nuestro peregrinar, les pregunto a los niños cómo se llama ese lugar que vemos en la pantalla, el lugar del que venimos y es origen de todo lo que somos. Y ellos, sin la solemnidad y emoción que nosotros pretendemos, como si estuvieran participando en alguno de sus juegos, entre risas y dándose codazos, gritan a coro: ¡LA TIERRA! ¡LA TIERRA!