Me encontraba en casa viendo las noticias por televisión cuando llamaron a la puerta. Justo en ese momento el locutor nos advertía, como ya era habitual, de que un tipo peligroso andaba suelto. Los estragos que causaba iban en aumento. No tenían una foto que pudieran mostrarnos, y las descripciones era tan variadas que del conjunto de todas ellas habría resultado un retrato robot muy complejo. Pero nos pedían mucha precaución, porque su existencia era real y no, como se había pensado, uno de esos cuentos para atemorizarnos.
Antes de abrir la puerta debería haber mirado por la mirilla, o preguntado al menos quién llamaba, pero uno piensa que lo que sucede en las noticias siempre les pasa a otros. Así que abrí la puerta sin tomar ninguna precaución, y frente a mí me encontré a un individuo corpulento, de unos dos metros de altura, con los ojos que parecían a punto de salirse de sus cuencas, la cara congestionada y la papada balanceándose sobre el pecho, sudorosa, como todo su cuerpo, que parecía rescatado de un pilón: empapada la túnica que llevaba.
—¿Qué desea? —pregunté.
—Hablar con usted. Me llamo CG —dijo, y su aliento era como el aliento de un horno caliente al abrirse.
—¿CG?
—Sí, CG. Soy el Calentamiento Global.
¡El Calentamiento Global! Así que las noticias decían la verdad. El tipo existía y ahora estaba a la puerta de mi casa.
—Vaya, yo hubiera preferido un calentamiento a secas —bromeé, porque no quería que viera mi miedo. Pero no conseguí engañarlo.
—No tema, no voy a hacerle daño. Solo quiero que hablemos
—No quiero hablar. No he hecho nada — intenté cerrar la puerta pero él me lo impidió con su enorme pie.
—Esa es precisamente la cuestión: que usted no ha hecho nada.
Entendí lo que quería decir, pero no iba a dejar que me abrumara con un sentimiento de culpa.
—Nadie hace nada —protesté—. ¿Por qué tiene que venir a mi casa? ¿Por qué yo?
—Ya está usted amparándose en lo que no hacen los demás. Asuma su responsabilidad. Si cada uno hiciera lo que tiene que hacer, yo no me encontraría como me encuentro.
—Ahora es usted quien escurre el bulto. Alguna responsabilidad tendrá también, ¿no?
—Míreme bien. Estoy al borde del colapso. ¿Se cree que me gusta andar por ahí con este aspecto de bizcocho recalentado? ¿Cree que disfruto con los daños que sin proponérmelo provoco?
—No me da usted pena. Lárguese.
—¿Que me largue? Veo que sigue sin entender. Es por ustedes mismos por quienes tiene que sentir pena. Lo quiera o no, estamos unidos. Sus malas acciones me afectan a mí, y luego yo les devuelvo ese mal. ¿Cómo puede estar tan ciego para no verlo? Venga, sígame.
CG me apartó de la puerta, entró en casa y avanzó hasta el balcón. Le seguí.
—Asómese a la calle y mire. Está tan acostumbrado a lo que ve que ya no sabe apreciarlo. Pero un día no muy lejano, si no pone de su parte, niños como esos que ahora están jugando en el parque llevarán máscaras para protegerse de la contaminación, y quienes se asomen a este mismo balcón, tal vez sus nietos o los hijos de sus nietos, ya no verán más árboles, ni pájaros en el cielo.
No supe qué responder. Me faltaban argumentos para llevarle la contraria. Entonces CG dio media vuelta y se quedó mirando las paredes del salón, las estanterías, como si buscara algo.
—¿Y esa casa en la costa? —dijo, señalando una de las fotos que había en la librería— ¿Cuál es su historia?
—Oiga, por mucho Calentamiento Global que usted sea, no tiene derecho a invadir mi casa, a interrogarme.
—No importa. No conteste si no quiere. No hace falta. Esa era la casa de sus abuelos. Allí pasó gran parte su infancia. Ahora es de su propiedad y va en vacaciones.
—Joderrrr. ¿Trabaja de espía para el Gobierno? ¿Le envían ellos?… Aunque no creo, a ellos se la suda lo que a usted le pase.
—Piense: ¿le gustaría que esa casa fuera tragada por el mar? ¿Que formara parte del fondo marino en absoluta soledad, y que ni los peces pudieran recorrer sus habitaciones porque para sobrevivir habrán emigrado a frías regiones abisales?
El cabrón de CG me había tocado el corazón. En efecto, se trataba de la casa de mi niñez, llena de recuerdos. No puede evitar ver a mis abuelos en el fondo del mar, me miraban con los ojos acuosos de los peces, y había reproche en ellos. Tuve que hacer un esfuerzo para no llorar: no quería darle la satisfacción de verme ceder. Me defendí:
—Es usted un exagerado, un fatalista, un apocalíptico. Váyase con la murga a otra parte.
CG parecía muy decepcionado con mi actitud. El rojo de su cara se tornó morado, y luego viró hacia un gris ceniciento.
—Como quiera, amigo, pero vuelvo a advertirle: si usted no hace algo, el mundo conocido desaparecerá para dar lugar a otro absolutamente inhóspito. Un mundo que, uniformado en la grisura, irá perdiendo su belleza, su variedad. Y para la Humanidad será la hora de la decadencia, porque su creatividad y su ingenio estarán empantanados en el mero acto de sobrevivir. No es tanto lo que le pido, pequeños gestos que usted conoce de sobra. En fin, no le voy a aburrir con una larga enumeración. Usted sabe, pero no actúa.
Me sentía furioso. Aunque ahora sé que era conmigo mismo con quien estaba enfadado. Él tenía razón, pero no quería admitirlo.
—Habla usted, CG, como un engendro: mitad político, mitad poeta. ¡Lárguese de una vez! —grité señalándole la puerta —¡Y no vuelva!
CG empezó a caminar en dirección a la salida. Andaba pesadamente, e iba dejando charcos de agua sobre el suelo. Antes de marcharse, ya en el umbral, dijo:
—Sí, ojalá que no tenga que volver. Si vuelvo, será porque ya es tarde, el tiempo se habrá acabado.