Una larga noche

  

   Le dicen al niño que tiene que irse a dormir. “A dormir”, le repiten, porque no basta con estar en la cama haciéndose el dormido. Si los Reyes se enteran de que está despierto, se marcharán sin dejarle los regalos. Y los Reyes son muy listos, con ellos no valen engaños, por algo son magos, saben cuándo un niño está fingiendo que duerme, por muy bien que imite la honda respiración de un sueño profundo, o unos cómicos ronquidos.

   No es la primera vez que el niño oye este discurso de sus padres, todos los años es lo mismo, y no entiende por qué los adultos repiten las cosas mil veces. Él nunca ha tenido dificultad para dormirse, cae rendido al rato de meterse en la cama. Ni siquiera los nervios por la llegada de los Reyes se lo han impedido. Pero hoy será distinto. No porque no pueda dormirse, sino porque no quiere dormirse. Quiere estar atento a todo cuanto pasa al otro lado de la puerta de su habitación, una vez que se acueste.

   Y es que ya son mayoría los amigos que aseguran que lo de los Reyes Magos es un cuento chino que solo los niños pequeños pueden creerse, que los Reyes son en realidad los padres. Algunos dicen que han sido sus propios padres quienes, por fin, han confirmado las sospechas que ya tenían. Otros dicen haber encontrado los regalos donde los habían escondido. El año pasado, los Reyes le trajeron al niño la bicicleta que había pedido, y piensa que es imposible esconder una bicicleta en ningún lugar de la casa. Aun así, también él empieza a sospechar. Pero no se ha atrevido a preguntarles a sus padres abiertamente: “¿sois vosotros los Reyes Magos?”, ni ha buscado los regalos por los rincones de la casa donde podrían haberlos escondido: dentro de los armarios, debajo de las camas, en la despensa…

   Pero el niño que ahora está en la cama, resistiendo a quedarse dormido, no es el niño de las Navidades pasadas. No solo porque dude de la existencia de los Reyes Magos, sino porque ahora ya no es, por decirlo de una forma gráfica, el niño de una pieza que era antes. Ahora el niño se ha desdoblado, es “dos níños”: un niño que actúa y otro que mira cómo el otro actúa, y que reflexiona. Le ha pasado en la cabalgata de esta tarde, a la que ha ido con sus padres. Otros años, se sumergía a fondo en el divertido río que formaban las carrozas, y se entusiasmaba con la lluvia de caramelos, y sus gritos se fundían con el griterío de los otros niños, pero hoy, una parte de él se ha quedado observando desde la orilla, y su sonrisa era menos franca, como si algo escapara a su comprensión. ¿Estás bien?, le preguntaron sus padres. También le ocurrió en la cena de Nochebuena, cuando la noticia de que hay niños que pasan hambre, que no reciben regalos, pasó de ser una fría información a remover y hurgar en su conciencia de niño privilegiado. O cuando el abuelo se puso a cantar, a la vez que tocaba la pandereta, ese villancico que dice “la nochebuena se viene, la nochebuena se va, y nosotros nos iremos y no volveremos más…” y por primera vez experimentó el angustioso paso del tiempo. Y se pregunta el niño si esto que le pasa es lo que llaman hacerse mayor.

   Después de dejarlo en la cama, también los padres se han ido a acostar. “Nadie tiene que estar despierto, o se irán”, le recordaron. Pero el niño ha tomado la firme decisión de no dormirse y estar atento a todos los sonidos de la casa. Aunque no es fácil, porque al rato de estar echado, empiezan a cerrársele los ojos. Enciende la luz de la mesilla, mira el despertador y comprueba que no ha pasado ni media hora desde que se acostó. No cree que aguante toda la noche. Se levanta y empieza a hacer ejercicio, flexiones de brazos y piernas. Cuando se ha espabilado, vuelve a acostarse, con la idea de repetir la misma rutina si ve que el sueño le vence.

   No sabe cuánto tiempo ha pasado cuando oye ruidos en la casa. Sin encender la luz, se levanta de nuevo y pega la oreja a la puerta. Son pasos, pero amortiguados, pasos de pies descalzos que van y vienen, y un leve murmullo de voces que no llega a identificar. El niño contiene la respiración, agarra la manija de la puerta y empieza a girarla muy lentamente, pero de pronto, cuando apenas la puerta se ha separado de su quicio, se detiene. Le asalta un sentimiento para el que no encuentra palabras. Si las tuviera, diría que es una mezcla de angustia y tristeza, porque intuye que si abre la puerta, perderá algo que será ya imposible de recuperar.

   Han cesado los ruidos y el niño imagina de nuevo la casa a oscuras, solo encendidas las luces del belén y del árbol, intermitentes las del árbol, un corazón palpitando en la noche. El niño suelta la manija y la mira como si fuera un objeto cargado de maleficios. Se da la vuelta y se mete en la cama. Pronto se quedará dormido. Solo se levantará cuando sus padres entren en la habitación gritando arriba, dormilón, que ya llegaron los Reyes.

2 comentarios en “Una larga noche

  1. El texto es buenísimo, me acordé de mi hija cuando ella ya tuvo 5 años y «se ha desdoblado, en “dos niños” , me dijo -Ya lo sé que Papá Noel no existe ,pero a veces dudo …¿quizá existe?. No sabía que contestarle , es que la vida de los adultos es igual : existe o no existe, hacer o no hacer, …las dudas eternas. Un abrazo.

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