
Tuve un sueño. Un ciego caminaba sin bastón y sin perro lazarillo, con tanta decisión que no parecía un ciego. Se contaba que unos monjes tibetanos le habían enseñado a descifrar el mundo con los otros sentidos, y que por eso, aunque su ceguera era absoluta, no necesitaba de ninguna ayuda, que ya solo con el olfato y el oído era capaz de dibujar en su mente los contornos de lo que encontraba a su paso, la geometría y el movimiento de la ciudad. Era un prodigio este ciego que por el olor adivinaba el color de las flores: huele a amarillo, huele a azul, huele a rojo de rosa recién cortada… Pero todos le teníamos miedo y evitábamos encontrarnos con él, porque si tus ojos se enfrentaban a los suyos, dos esferas blancas y gelatinosas, como dos planetas inhóspitos, podía penetrar hasta los lugares más oscuros de tu alma.
Recordé este sueño cuando fui a la consulta del oftalmólogo que me iba a operar de cataratas. Me informó de que ya con una lente monofocal podría recuperar los colores perdidos, porque con las cataratas, aunque yo no sea consciente, todos los colores amarillean como las fotos con el paso del tiempo. Que el mundo se me iba a volver más luminoso después de la operación. Y que si la lente era multifocal podría prescindir de las gafas.
—Y luego están… —aquí el oftalmólogo hizo una pausa efectista— las lentes Vision Plus New Generation (VPNG). Eso sí, permítame la broma, valen un ojo de la cara. Y, previamente, tendrá usted que pasar un exhaustivo examen psicológico para comprobar si es digno de llevarlas, pues, como ocurre con todo poder, conlleva una gran responsabilidad el uso que usted vaya a darles.
—¿Y qué prestaciones tienen esas lentes para que yo tenga que asumir tamaña responsabilidad? —¡prestaciones!; cuando estoy nervioso me salen palabras de comercial de electrodomésticos.
—Con ellas… —de nuevo pausa dramática—, usted podrá ver (es un decir) los más íntimos pensamientos de las personas a las que mire: sus deseos ocultos, sus traumas… Hasta lo que piensan de usted podrá ver.
—¡Que bromista! —le digo.
El oftalmólogo no responde. Pasan los segundos. El silencio es opresivo, y me mira como si él mismo llevara unas de esas lentes e intentara llegar al fondo de mi mente. Entonces es cuando recuerdo el sueño del ciego vidente, y sin despedirme, salgo corriendo de la consulta, pues no quiero que por equivocación me instalen—sigo en modo comercial— unas de esas terroríficas lentes VPNG.