Es de madrugada y Gregorio intenta escribir un relato de terror. Vive solo y el silencio es absoluto. De momento, frente al escritorio solo se le ocurren situaciones que, más que producir terror, provocan la risa. Quizá no se halla en el estado de ánimo adecuado después de haberse comido unos deliciosos spaghettis a la marinera y bebido media botella de Chardonnay. De hecho, la primera idea que se le ha ocurrido es la de un spaguetti que cobra vida y se enrosca en el cuello del protagonista con intención de asfixiarle. Las otras ideas no han sido mejores.
Gregorio, que cree firmemente en la relación cuerpo-mente, piensa que si va al frigorífico a tomarse un bombón helado, le ayudará a borrar el recuerdo de los spaghettis en su paladar y a refrescarle las ideas. Así que sale del despacho y enciende la luz del largo pasillo que le separa de la cocina. Incrustados y en hilera a lo largo del techo, ocho focos, separados entre sí por un metro de distancia, producen una luminosidad como no hay en ningún otro lugar de la casa. En los otros espacios hay luces tenues y de ambiente que invitan al recogimiento y a la reflexión. Gregorio, además de creer firmemente en la relación cuerpo-mente, cree también firmemente en la relación cuerpo-mente-espacio. Y una particular teoría suya es la de que el largo pasillo es la mejor vía para acceder al inconsciente, y que solo con la adecuada luminosidad pueden revelarse sus contenidos. Por tanto, cuando se encuentra atascado en su creatividad, se da paseos por el pasillo arriba y abajo en busca de los dictados de su inconsciente. Y eso es lo que hará después de tomarse el bombón helado.
No deberíamos ser muy críticos con las teorías de Gregorio. Si a él le sirven, pues le sirven, y si no, ¿qué daño hace, el pobre?
En fin, Gregorio camina rumbo a la cocina cuando al final del pasillo ve una manchita negra sobre el suelo del barnizado y limpio parqué. ¿Será un post-it del inconsciente? Sigue andando, y aunque es difícil asegurarlo desde la distancia a la que está, le parece que es una cucaracha. Gregorio se va acercando, pero lo que le parece una cucaracha no se mueve. Recuerda que leyó en algún sitio que las cucarachas occidentales huyen de la luz; en cambio las orientales se sienten atraídas por ella. Entonces, si finalmente lo que parece una cucaracha es una cucaracha, ¿será aquello el cadáver de una cucaracha occidental o una cucaracha que ha escapado de la tienda de los chinos del barrio y ahí está, extasiada con la luz? Y sobre todo: ¿qué hace una cucaracha en su casa? Es la primera vez que se encuentra con una. La teoría de la cucaracha china cobra fuerza, y aunque puede darse el caso de ser una cucaracha china y estar muerta, a Gregorio le parece muy improbable esta circunstancia ya que, fiel a la extravagancia en sus ideas, piensa que lo chino tiende a lo imperecedero. Tendrá entonces que matarla y comprar insecticida para rociar por todos los rincones de la casa, incluidos los de esta luminosa vía al inconsciente, aunque luego tenga efectos colaterales y el inconsciente quede maltrecho o inaccesible.
Gregorio decide al fin quitarse una zapatilla, y si lo que parece ser una cucaracha huye, podrá seguirla, zapatilla en mano, hasta asestarle un golpe mortal. Pero… agggg, solo de pensarlo le da repelús: el crujido de su cuerpo, el líquido viscoso manchando el parqué. Aun así sigue avanzando con sigilo y cara de asco, agachándose con la zapatilla en alto, diciéndose que ojalá esté muerta y solo tenga que barrerla y tirarla a la basura con el recogedor. Y si no, ¿hacia dónde escapara? Tiene que tener reflejos, ser más rápido que ella.
Gregorio está ya a un metro, y sí, es una cucaracha, ya no hay duda, pero nada sucede como pensaba. Ni la cucaracha está muerta ni sale huyendo, sino que empieza a andar en su dirección. A Gregorio le desconcierta esta reacción de la cucaracha y hace amago de ir a asestarle un golpe con la zapatilla, pero la cucaracha sigue imperturbable en su progresión, ahora más rápida si cabe. Cuando la cucaracha roza su pie desnudo, Gregorio da un respingo y empieza a recular sin dejar de mirar al animal. La osada determinación de la cucaracha le aterroriza, le produce escalofríos. Ha dejado de ser un animal, ahora es un punto negro, fatal, en el que se han comprimido todos sus temores y ansiedades. En su precipitada marcha hacia atrás, Gregorio se cae de espaldas y empieza a recular apoyándose en pies y manos, como si él fuera también una cucaracha, una cucaracha cobarde, hasta que finalmente consigue entrar en su despacho y cerrar la puerta, soltando un grito que le resulta ajeno, como si le llegara de un lugar remoto.
A resguardo en su despacho, lo primero que hace Gregorio es abalanzarse sobre unos libros de la estantería cercana a la puerta para con manos nerviosas colocarlos de cualquier manera a lo largo de la rendija que queda entre la puerta y el suelo, y ahí se queda de pie, en silencio detrás de la puerta, atento a cualquier sonido que pudiera llegar desde el otro lado, jadeando y temblando. A través de los cuarterones de cristal esmerilado que componen la puerta en las tres cuartas partes superiores, puede ver al trasluz los perfiles borrosos del pasillo, y sabe que oculta por la madera está la cucaracha, a unos cuantos centímetros de él, y siente la humillación de verse acorralado, aterrorizado por una animal del tamaño de uno de sus pulgares. Al rato oye un ruido, como el crujir de una bola de papel descomprimiéndose, un crujir que se va amplificando por momentos. Intuye lo que está ocurriendo, y no se equivoca. La cabeza de la cucaracha no tarda en asomar por el cristal, así que tendrá ahora la altura de un niño de tres años. Gregorio se pega al cristal para ver con mayor nitidez, y cuando contempla la cabeza, horrorosa, como vista al microscopio, siente que todo se mueve a su alrededor, y se desploma.
A la mañana, cuando empieza a clarear el cielo, Gregorio se despierta. Se encuentra sobre el suelo, convertido en un monstruoso insecto. Está tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón, y al levantar un poco la cabeza ve un vientre abombado y parduzco, dividido por partes duras en forma de arco. Piensa en ponerse a escribir, pero no tiene manos: sus muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño, le vibran desamparadas.