Fue uno de esos partidos raros en los que de tanto dominar le pierdes el respeto al equipo contrario y en un descuido te la cuelan. No estuvimos afortunados, y ellos, que se sabían inferiores, se encerraron atrás desde el principio. Fue un juego rácano, pero estaban en su derecho, usaban sus armas. Y vaya si les salió bien. Así que puede decirse que yo fui un mero espectador durante todo el partido, haciendo ejercicios de calentamiento bajo mi portería para no enfriarme, hasta ese fatídico minuto, ya en el descuento, sin apenas tiempo para darle la vuelta al marcador.
“Manos de mantequilla”, me llaman ahora. Tres palabras que, juntas, son el peor insulto para un portero, pues aunque oigas mi nombre, el verdadero, seguro que ya no puedes dejar de imaginar mis manos blandas, tal vez derretidas al contacto con el balón. Como me imaginarán aquellos que en las redes sociales comparten memes (estúpida palabreja de moda) para burlarse de mí, algunas muy crueles; o aquellos que, amparándose en el cobarde anonimato, me amenazan de muerte, a mí y a mi familia, porque por mi “cagada” dicen haber perdido el trozo de felicidad que les correspondía. Y mi hijo no quiere ir al colegio: algunos niños ponen las manos frente a su cara y las hacen temblar, y le dicen que por su papá perdieron la copa, por su papá “manos de mantequilla”.
Y qué decir de ese gremio hipócrita de los periodistas deportivos, que en sus periódicos practican la doble moral tan rentable de polis buenos y polis malos. Unos piden juego limpio, respeto en las gradas, mientras los otros hurgan en las heridas del pasado (el día en que fulanito lesionó a menganito, o cuando zutanito se tocó los cojones mirando al público rival) y dejan titulares cabrones, de tendenciosos que son, para calentar los partidos, para enfrentar a las aficiones, que es lo que vende: el espectáculo de la violencia, el morbo. Y ahora, además, con esa manía que les ha entrado por las jodidas y simplistas encuestas, preguntan a sus lectores si soy el culpable o no de la derrota, si tengo futuro o estoy acabado… Son las nuevas formas de los pulgares arriba o pulgares abajo, para que el pueblo decida si debo ser arrojado a los leones de este repugnante circo mediático.
Sé que la decepción ha sido grande: era la final. Pero uno no elige el momento de sus fallos, no es cuestión de mala voluntad, ni de poco esfuerzo o falta de motivación. El azar también juega, a veces el que más. Fue la única jugada de peligro que ellos hicieron, un pelota perdida que cayó a los pies del Tanque, su delantero centro, justo en la línea de mitad de campo, salvando el fuera de juego. Le vi venir en galopada. En mi cabeza podía oír su trotar, el bufido de sus pulmones. Me puse en tensión, atento a sus movimientos, a la evolución de sus pies, intentado adivinar en qué momento iba a patear la pelota. Para él la portería sería diminuta, en la misma medida en que para mí era inmensa. Y entonces pasó lo que pasó. La pegó mordida y la pelota hizo un extraño. No me estoy justificando. Incluso así pude haberla parado, si hubiera colocado bien la pierna de apoyo al arrodillarme. Fue la mala posición, el torpe giro de mi cuerpo lo que hizo que por un momento la pelota se me escapara de las manos justo sobre la línea de puerta. El fallo del delantero propicio el mío, y ese fallo mío anuló el suyo. Aunque en ese momento no lo sabíamos, pues el árbitro no concedió el gol.
Entonces el dios VAR, ese dios que ahora habita en las alturas de los campos de fútbol y todo lo ve con sus múltiples ojos, le habló al árbitro a través del pinganillo-conciencia que llevaba incrustado en la oreja, para sugerirle la revisión de sus pecados. Y el árbitro, dibujando con sus manos una pantalla en el aire, se fue muy decidido hacia la banda para comprobar si debía o no redimirse. Segundos de incertidumbre, raro lapso de tiempo en el que tienes que congelar las emociones porque aún no sabes si alegrarte o morirte allí mismo, con el árbitro convertido en protagonista, como si él fuera el verdadero artífice de lo que va a ser: gol o parada.
Ahora ya puedes ver las imágenes de la jugada en internet, tantas veces como quieras y cuando quieras, desde todos los ángulos posibles. Imágenes que me perseguirán toda la vida, a mí y a mis descendientes, los descendientes de “manos de mantequilla”. Es lo más parecido a la inmortalidad. Fíjate sobre todo en ese plano cenital que no deja lugar a dudas, ese plano que sin palabras nos dice que un puto centímetro es la distancia que hay entre el éxito y el fracaso.