Sirenas

Mujer-sentada-banco-sola

El edificio en el que entra la mujer es una construcción moderna, de grandes ventanales que inundan de luz el recinto interior con columnas rojas y pasamanos azules. Los suelos se ven tan pulidos que parecen recién lavados, y en las paredes cuelgan reproducciones de pinturas abstractas saturadas de color. Si no fuera porque es el edificio de un hospital, la mujer podría sentir, al amparo de sus paredes, que todo está bajo control y que nada malo puede ocurrirle.

Ahora la mujer está sentada en un banco del parque que hay frente al hospital. Alguien que se fijara en ella vería solo a una mujer sentada en un banco, inmóvil, ensimismada. Nada sabría del torbellino de pensamientos y emociones que la azotan, la vida zarandeándola con violencia, como nunca, brutal en su intensidad. De golpe su cuerpo ha dejado de ser el bello cuerpo que ve en el espejo por las mañanas, para ser ahora el cuerpo diseccionado en una lámina de un libro de medicina, con los órganos, músculos y huesos a la vista.  Y como en esas películas que aceleran las imágenes para comprimir el tiempo, la mujer recorre en unos minutos (ella es así) los distintos estados de ánimo con que, según los manuales, se afronta la enfermedad: negación, ira, negociación… Las lágrimas anegan su pecho junto al aire estancado en los pulmones; quieren verterse, caudalosas, convulsas, purificadoras. Y se vierten.

El peor enemigo es el que no se ve, se dice, ya más tranquila en su casa. Así que saca papel y lápiz del bolso y dibuja un monigote al que le pone ojos, nariz, boca y un largo flequillo. La boca es una línea quebrada, con un rictus entre divertido y colérico. Debajo escribe el nombre del monigote: “Cabroncete”, y le dice: “Te tienes que ir, te vas a ir”, y se lo dice sin odio, pues sabe que el odio, como la rabia y la tristeza, es terreno abonado para que él se quede; y si él se queda, es ella la que se va. Luego, asomada a la ventana, empieza a nombrar en voz alta lo que ve desde allí: árbol en otoño, niño con pelota, mujer paseando al perro, papelera, tierra, asfalto, cielo, nubes… Y no porque se esté despidiendo del mundo, sino para aferrarse a él.

En la habitación del hospital se desviste y se pone el camisón con el logotipo del Centro, y al instante su cuerpo se encoge, y empieza a caminar con lentitud, como si le doliera algo cuando nada le duele. Entiende que es esto lo que Cabroncete quiere de ella, que se doblegue y quede reducida a la condición de pobrecita enferma. Es su estrategia, pero no lo va a permitir. Se pone la bata y sale a andar por los pasillos, erguida, con la mirada al frente. Incluso se ríe cuando encuentra el plano de la sección en que se halla con la indicación de “ESTÁ USTED AQUÍ” para que sepa por dónde escapar si hay una evacuación de emergencia. «Yo no voy a huir», le dice al plano.

El hospital llega a ser su segunda casa. A veces, la primera. La gente anima, aconseja, compadece, abraza, elude, compara, ofrece estadísticas… El cansancio es grande pero no se rinde. Ha renovado parte de su vestuario y asiste a un curso de maquillaje. Es una guerrera y esas son sus armas. Las que se ven, claro. Luego está su fortaleza, en el centro mismo de su ser, que crece día a día.

Pasan los meses y finalmente gana la batalla, y aunque hay pérdidas, ella las va a convertir en triunfos, en las señales de su fuerza, y la mirada con que ahora observa el mundo la hace más sabía, con esa clase de sabiduría donde en un punto exacto confluyen la razón y los sentimientos.

Estás maravillosa, y estupenda, y guapísima. Son cosas que le dicen. Y sabe que no es por compasión. Pero lo que ellos no saben, porque tendrían que vivirlo, es que ahora tendrá que recomponer el puzzle de su imagen corporal, las piezas desbaratadas que han perdido sus verdaderas proporciones a causa de esa mirada inquisitiva y obsesiva a que le obligaba Cabroncete, y que ella, poco a poco, irá ajustando hasta conseguir una imagen de sí misma íntegra, proporcionada y sin fisuras.

Por fin se decide a ir a la cita tanto tiempo demorada. Tiene miedo, pero no hay marcha atrás. Ya en la habitación permite que el hombre la desnude, aunque una vez desnuda, sus manos y brazos hacen el amago de ocultarse a la mirada de él. Apaga la luz. Él la enciende. Ella la apaga. Él vuelve a encenderla. Por fin cede y deja que los ojos del hombre contemplen su cuerpo. En su mirada hay deseo y ternura, y sobre todo, admiración por su valor y resistencia. Es lo que le dice mientras su mano recorre las mínimas marcas, tres líneas horizontales y en paralelo en el costado, cerca de su nuevo pecho izquierdo. “Son branquias. Me ayudan a respirar”, bromea ella. “Porque eres una sirena”, dice él, quizás un pelín cursi, y empiezan a sumergirse en un mar de aguas tibias, mecidos por el oleaje de sus cuerpos, los pulmones llenándose de vida, y cuando ella cierra los ojos, allá en el fondo donde habitan los peces abisales, ve la diminuta figura de Cabroncete: una figura que se aleja.

 

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