Pasado el tiempo, Eva llegó a odiar la soporífera tranquilidad del Paraíso. De naturaleza inquieta, quizá por haber nacido torticeramente de una costilla de Adán, sus sueños se poblaron de lugares que sus ojos nunca habían visto. Y decidió escapar con la complicidad del hombre: “Huyamos de este aburrido Edén, pues El Creador no nos dejará marchar por las buenas”. Mas como la única respuesta de Adán era esa sonrisa tonta que a ella tanto enervaba, fue Eva a entrevistarse con la inteligente y sabia serpiente que sigilosa reptaba por las cercanías de un arroyuelo de aguas incontaminadas, cristalinas, como no podía ser de otra forma, dadas las condiciones atmosféricas de ese prístino mundo que ellos habían estrenado, sobrevolado por pajaritos multicolores de armonioso piar. «Cansino y cursi paisaje», se dijo para sí Eva, sin saber de dónde le venían aquellas palabras que a ella misma le resultaban desconocidas, como si dentro de su ser habitara otra Eva pugnando por salir.
En fin, concluida la entrevista humano-ofídica, Eva se apresuró a seguir el consejo lanzado por la bífida lengua de la ondulante serpiente: comer del fruto prohibido que colgaba de ese árbol con el extrañísimo nombre de “Del Bien y del Mal”.
A la mañana siguiente, los padres de la Humanidad, cubiertos ya sus genitales con hojas de parra y la línea de la muerte dibujada en las palmas de las manos, se alejaron del Paraíso en dirección a un destino incierto, y Eva, aun regocijándose con el resultado de su artimaña, se lamentaba: “… pero apañada estoy contigo, Adán, y con este simple que tenemos por Dios».