Ilustración de Diego Mir
Estás en casa leyendo el periódico cuando encuentras un artículo sobre el KINTSUGI. Se trata de una técnica centenaria de Japón que consiste en reparar las piezas de cerámica rota. Lees: “Mediante el encaje y la unión de los fragmentos con un barniz espolvoreado de oro, la cerámica recupera su forma original, si bien las cicatrices doradas y visibles transforman su esencia estética, evocando el desgaste que el tiempo obra sobre las cosas físicas, la mutabilidad de la identidad y el valor de la imperfección. Así que, en lugar de disimular las líneas de rotura, las piezas tratadas con este método exhiben las heridas de su pasado, con lo que adquieren una nueva vida. Se vuelven únicas y, por lo tanto, ganan en belleza y hondura. Así que esta técnica se ha convertido en una potente metáfora de la importancia de la resistencia y del amor propio frente a las frustraciones, desengaños y pérdidas, de que somos seres rotos, únicos, irremplazables, en permanente cambio, y de que no hay recomposición ni resurgimiento sin paciencia”.
No eres consciente, pero mientras lees, tus manos recorren tu cuerpo, buscan las invisibles cicatrices que te han ido construyendo, imperfecto, único, en permanente cambio. Cuando terminas de leer, tiendes un mantel sobre la amplia mesa del salón y sobre él vas depositando, en cuadrantes imaginarios, todas las piezas de cerámica que encuentras por la casa. Luego buscas la caja de herramientas, coges el martillo y con un golpe seco, PLAF, vas rompiendo cada una de las piezas.