Cansado de trabajar como juez, encargué una réplica de mí mismo al Instituto de Robótica. El diseño resultó perfecto: mi misma voz, y hasta la señal de nacimiento que tengo en la mejilla. Con la asistencia de expertos en leyes, los ingenieros crearon programas con múltiples vínculos entre los supuestos de hecho y las normas del Derecho, que luego grabaron en los circuitos del autómata. Así, mientras yo vivía “la dolce vita”, mi doble trabajaba por mí y con más eficacia. Todo iba bien hasta que un día, al entrar en casa, oí mi voz en el salón. Me asomé por la rendija que dejaba la puerta entornada y vi a mi doble en compañía de mi mujer y mis hijos. Parecían muy felices, como nunca lo habían sido conmigo. Di media vuelta y me fui para no volver a verlos. Fue mi última sentencia, la más justa.