Extraños

ramitas

Voy sentado en el autobús. Delante de mí dos mujeres conversan a tal volumen que parece que se dirigen a todos los pasajeros. Una viste un conjunto verde, el de la otra es azul. Hablan de las rebajas, de una receta de pollo que está para chuparse los dedos, de la cotilla vecina del 5º… En un momento dado, la mujer de verde se abre la blusa, hunde su mano en el pecho y saca su corazón. Con la mano abierta, como si lo presentara en bandeja, se lo muestra a la mujer de azul. Ahora que la mujer de verde expone su corazón, cabría esperar que su voz adquiriera un tono íntimo, apenas un murmullo, pero no, sigue hablando en el mismo tono de antes, y dice: “Mi familia ya no parece mi familia. Mis hijos, ahora unos señores, me parecen extraños. Apenas vienen a verme. No reconozco en ellos a los niños que crié y eduqué. Me pregunto si es que hice algo mal, o si es ley de vida, o si es que está en su naturaleza y son así porque no pueden ser de otra forma. De mi marido, mejor no hablar. No sé… no sé”.

La mujer de verde se calla. La mujer de azul se queda mirando el corazón, que late ahora con más fuerza en la palma de la mano, como si también él quisiera hablar pero no puede: cada latido, una palabra no dicha.

Al oír hablar a la mujer de verde, he recordado una escena de la novela que ahora estoy leyendo: “La hermana de Freud”, de Goce Smilevski. La escena transcurre en un manicomio. Erika, una de las pacientes, entra en la habitación que Adolphine, hermana de Freud (el fundador del psicoanálisis) y narradora en la novela, comparte con Klara (su amiga y hermana de Gustav Klim, el famoso pintor):

Erika le tenía mucho apego a su familia. Donde quiera que fuese, llevaba consigo a sus seres más queridos. A veces conseguía el permiso de las enfermeras para visitarnos a Klara y a mí en nuestra habitación. Nada más entrar, se sentaba en una de las camas, sacaba de su bolsillo un atadijo hecho de un pañuelo y se lo colocaba sobre las rodillas. Acto seguido, lo desataba, mostrándonos su contenido: unas cuantas ramitas menudas. Las removía, pasando los dedos sobre ellas, como acariciándolas.

―Esta es mi familia. Esta es mi madre; este, mi padre; este de aquí es mi marido, y estos son nuestros hijos ―decía, separando las ramitas una de la otra―. Somos una familia feliz.

Seguía removiendo las ramitas durante cierto tiempo, una a una; después las envolvía otra vez en el pañuelo y se guardaba la familia en el bolsillo.

(…)

Un día el pañuelo desapareció; lo había perdido o alguien se lo había robado. La desaparición de las ramitas la afligió tanto que los médicos decidieron envolver unas cuantas en un pañuelo y entregárselas. Ella desenvolvió el pañuelo y, tras acariciar las ramitas con los dedos, dijo:

―Esta no es mi familia.

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