
Se llamaba don Aurelio, pero como tenía un ojo de cristal los alumnos le llamábamos el Tuerto. Imaginación no nos faltaba. Le precedía una leyenda: si le enfadábamos mucho, se quitaría el ojo postizo y lo blandiría en el aire, amenazante, como si fuera un arma con poder para aniquilarnos.
Sigue leyendo