Miedo

Está sentada en una silla, junto a la ventana, con un libro entre las manos. De vez en cuando deja de leer y se asoma a la calle para ver cómo cae la tarde sobre los árboles otoñales, el refulgente de rojos que va dejando el sol al hundirse en el horizonte. Le gusta esta hora en que la habitación parece recogerse sobre sí misma, en la penumbra. Los niños han terminado con las tareas escolares y juegan en la habitación contigua. Oye sus risas, el vaivén de sus palabras, las variaciones en el tono, y también los silencios, que si son alargados, empiezan a ser preocupantes: ¿qué estarán haciendo? Bueno, tienen derecho a sus travesuras, a sus secretos. Son niños, no hay que entrometerse demasiado, agobiarlos con normas ridículas que lo único que parecen perseguir es el sometimiento a la autoridad. Si dispusiera de una varita mágica, congelaría el tiempo, lo detendría en este instante de felicidad en que todo parece encajar. Pero no dispone de una varita mágica, aunque ha aprendido a apurar esos momentos, a introducirse en esa burbuja protectora que pronto estallará, cuando los niños empiecen a moverse inquietos como perrillos que huelen en la distancia, cuando a ella empiece a pesarle el libro en las manos y ni el viaje literario le sirva de consuelo, cuando la casa se vuelva amenazante y parezca más una cárcel que una casa, justo cuando oiga las llaves de él en la cerradura.

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