
Junto al alfeizar de tu ventana, como una extensión del mismo, hay un macetero de obra al que cada año acuden los cernícalos. Sucede un buen día de primavera, de pronto. Están tus plantas tan quietecitas ellas, tan ensimismadas en sus colores y sus olores, quizá mecidas por la brisa o incordiadas por algún insistente moscardón, cuando irrumpe, como una explosión de vida, el rapaz cernícalo, para posarse en el borde del macetero y anunciar su llegada con un chillido y un batir de alas. “Ya estamos aquí”, parece decir, en plural, porque él es la avanzadilla, el ojeador que viene a prevenir de posibles hostilidades. Luego, si la inspección le resulta satisfactoria, vendrá su pareja e invadirán el territorio de las plantas, las arrinconarán, algunas serán expulsadas, las pobres, solo eso, no necesitan nada más, no traerán ni ramitas, ni hojas secas, ni briznas de hierba…, no se andan con remilgos los cernícalos, cualquier sitio les vale en su lucha por la vida. Será su casa por un tiempo, al otro lado de la tuya, tu nido y el suyo separados por el cristal de la ventana, y es allí donde la hembra incubará los huevos mientras el macho se aventura a por el alimento, hasta que un día crujen los cascarones y asoman los pollitos cernícalo, como vestidos con pijamas de algodón, piando como posesos. Aún tardarán un mes en echarse a volar y envidiarás esos primeros pasos, es un decir, ese vuelo primerizo, corto, titubeante, pero que es el inicio de un recorrido que con el tiempo y práctica les llevará a dominar el vuelo adulto, el mantenerse flotando en el aire, congelando el tiempo, inmóviles, hasta que ven la presa y se lanzan a por ella. Cernirse en vuelo, lo llaman.
Quieres pensar que este cernícalo que está ahí plantado y observas es el mismo de otros años. Que tu ventana se grabó en el mapa de su memoria y ha volado hasta aquí guiado por ese inabarcable cordón umbilical que le une a tu pequeña parcela de tierra, y ahora espera, porque seguramente conoce las veleidades humanas, a que te reafirmes en ese contrato implícito que desde hace algunos años tenéis, hecho de silencio y aceptación. ¿Vas a dejar que me quede?, es lo que te está preguntando con esos ojos oscuros como pozos. Y sabes que ante cualquier movimiento brusco o acercamiento, echará a volar, y puede que vuelva para darte otra oportunidad, o puede que no, que busque destinos más amables, donde no haya siluetas humanas que desde la penumbra lo atemoricen. Por eso no te mueves, te quedas contemplando su perfil aguileño de animal heráldico, su cuerpo marrón claro salpicado de pequeñas manchas negras, sus garras afiladas, mientras él sigue a la expectativa en el borde del macetero, con su fuerte corazón bombeando con ímpetu bajo su pecho, imaginas.
Y en ese momento, no sabes muy bien por qué, quizá porque esa estampa que ofrece el cernícalo te parece la de un ser primitivo, de otro tiempo, es cuando tu pensamiento, en un impulso de prestidigitación mental, borra el mundo conocido, tu mundo, y viaja a aquel tiempo remoto en el que los dinosaurios poblaban la tierra, sin rastro del hombre, y ves a aquel pajarraco, en realidad un reptil, ¿cómo era…?, el pterodáctilo, eso es, el pterodáctilo, el pterodáctilo volando con las alas enormes completamente desplegadas por el mismo espacio que ahora, millones de años después, ocupa tu casa, en el décimo piso de un edificio de once plantas, con tus libros, tus muebles, tus electrodomésticos…, en fin, con todo aquello que representa lo que llamamos civilización, y donde el cernícalo y tú os habéis reencontrado. Y la imagen de esta fractura en el tiempo, de esa tremenda elipsis, te sobrecoge, porque tiene que ver con la fugacidad de la vida y su sentido, y con la muerte, claro, la de todos nosotros, que vamos a morir… y qué quedara de nuestra estirpe, si es que queda algo, pasados otros millones de años. Preguntas que están inscritas en nuestra sangre y que cada uno responde a su manera como buenamente puede. Pero que ahora dejas que se queden cernidas, suspendidas en el aire, que es donde acostumbran a estar para aligerar el peso de la existencia, porque te conmueve que el cernícalo y tú hayáis coincidido en este punto concreto del universo, en este tiempo preciso, y te ves con sus ojos, y comprendes que los dos sois aves de paso, que todos lo somos, aves de paso, y te retiras muy lentamente al interior de tu nido, para no espantarlo, para decirle sin palabras que se puede quedar en tu macetero a vivir con los suyos su vida pequeña, tan pequeña como la tuya. La vida: un misterio.
Precioso. En estos días, nos sobrevuela un cernícalo (o quizás otro tipo de rapaz, no sé…) en Galapagar. A partir de ahora lo veré como a tu pterodáctilo!
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Qué alegría, Carmen, leerte por aquí. No hables muy alto del pterodáctilo, que rápido se lo llevan los de Parque Jurásico para explotarlo comercialmente.
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