Hace unos días, por primera vez en mi vida, me hicieron una resonancia magnética. Solo el nombre impone. ¡Resonancia Magnética! Suena a terremoto, a cataclismo. Y como para ello me tenía que introducir dentro de una especie de tubo, la enfermera me preguntó si padecía de claustrofobia. Si era que sí, tendría que sedarme. Solo se me ocurrió decir que de niño, cuando me metía en cajas de cartón para luego abrirlas de sopetón y asustar a la abuela, nunca tuve reacciones claustrofóbicas, y que tampoco ahora, de adulto, cuando entro en ascensores estrechos con vecinos desconocidos, he manifestado síntoma alguno. Sé que la respuesta fue estúpida, pero me salió de esa manera. Y me olvidé de decir que siento claustrofobia ajena cuando por la televisión veo documentales de espeleólogos arrastrándose como luciérnagas —suponiendo que las luciérnagas se arrastren— por angostas cuevas.
Ya sin pantalones pero vestido con la clásica bata de paciente —esa que ignominiosamente se abre por el culo—, me tumbé bocarriba en la plataforma que deslizándose habría de conducirme al interior del tubo. La enfermera, antes de darle al interruptor del mecanismo, me sujetó sobre el vientre una especie de alfombrilla, no persa pero sí mágica, que supuse enviaría imágenes de mi mundo visceral al equipo informático del tubo y así averiguar si en mi paisaje interior se hallaba todo en calma o había sido invadido por algún indeseado colonizador. Me pidió, también, que con la mano derecha sujetara la sonda que me habían enchufado al brazo derecho para, en algún momento de la prueba, chutarme con Gadolino y obtener una resonancia por contraste. A mí, ese nombre de Gadolino no me parecía el de una sustancia paramagnética —que es lo que es—, sino el nombre de un personaje del Renacimiento italiano. Así que luego, cuando la enfermera me dio una perilla para que la sostuviera en la mano izquierda con el fin de presionarla si en algún momento me sentía mal en el interior de tubo y que ella pudiera venir a socorrerme, yo, para relajarme y no verme con un ataque de ansiedad o achicharrado como si estuviera dentro de un microondas, imaginé que un gondolero, de nombre Gadolino, navegaba por mis venas, convertidas en canales de una Venecia renacentista. Pero fue la enfermera con su voz nada veneciana quien, colocándome unos cascos en los oídos para protegerme, me advertía del molesto ruido que incluso con los cascos aquel tubo iba a producir.
Y allí estaba yo, con una perilla auxiliadora en la mano izquierda, la sonda en la derecha, la alfombrilla sobre el vientre, los cascos en las orejas, mis piernas blancuzcas asomando por el extremo de la bata, en fuerte contraste con los calcetines negros que enfundaban mis pies. Suerte que no había un espejo donde reflejarme. Y ya estaba debatiéndome entre llorar o reír cuando la enfermera apretó el botoncico de “el escaneado va a empezar”. Y digo “escaneado” porque así fue como me sentí desde el mismo momento en que empecé a deslizarme dentro del tubo, con el techo a pocos centímetros de mis ojos y el cuerpo embutido en aquel artefacto. La suerte fue que —supongo que debido a mi estatura— mi cuerpo se deslizó hasta que mi cabeza quedó fuera del tubo y tuve la visión del techo de la habitación, a unos metros de mi cabeza, y no la del oprimente techo del tubo.
De treinta a cuarenta minutos duraría la prueba. Demasiado tiempo para darle al coco. Entonces pensé que me había precipitado al decir que no era claustrofóbico. Porque ¿y si de pronto me entraba la angustia? O peor, ¿y si a causa de la angustia me daba cagalera, una reacción normal del cuerpo en situaciones angustiantes? No, eso sí que no lo podía permitir. Antes claustrofóbico que diarreico. A la menor señal de marejadilla en el intestino, pulsaría la perilla. Alegaría ansiedad, nervios incontrolables. Que me pusieran un sedante. O un astringente. Lo que fuera. Cualquier cosa con tal de no descomponerme allí dentro. Menuda experiencia. Mi primer encuentro con Resonancia y voy y la cago. Chungo magnetismo.
En un nuevo intento por relajarme me vi caminando por una playa solitaria, en un día soleado y con una ligera brisa marina que acariciaba mi pelo (es lo que tiene la imaginación, que no necesitas ir a Turquía para hacerte un trasplante), pero el ruido en el interior del tubo me devolvía una y otra vez a la realidad del presente. Así que cambié de estrategia y me concentré en el AQUÍ y AHORA, como aconsejan los libros de meditación. Y el aquí y ahora fue igual que entrar en un extravagante parque temático del ruido, pues allí dentro se fueron alternando los más variados sonidos: el soniquete de una atracción de feria, la euforia cantarina de una máquina tragaperras vomitando un chorreo de monedas, el traqueteo de una máquina de coser (ya me vi pespunteado en mis extremidades), el intenso tartamudeo de una ametralladora con balas de fogueo… Todos esos ruidos y otros de difícil clasificación concurrían allí, a veces silenciados unos segundos para que emergiera el rumor del escaneado, y más tarde un sonido muy sospechoso, el más sospechoso, inquietante: el de una impresora produciendo una copia, escupiéndola. Escupiéndola, sí, pero ¿adónde?
Desde ese momento no he podido quitarme de la cabeza que el fin último de la resonancia magnética no es otro que el de hacer copias de nosotros mismos, y que ya hay una copia de mí circulando por ahí, una copia que quizá termine sustituyéndome. Solo espero, ante lo inevitable, que sea una copia mejorada, corregidos los defectos, con un perfil renacentista y, sobre todo, con los pantalones bien puestos.