(…)
A la operación quiso ir él solo, y me pidió que no le fuera a visitar. Regresó a los tres días en un taxi, y los que le vieron llegar informaron de que llevaba la cara vendada, y durante esos días no se habló de otra cosa entre la vecindad, con esa excitación de fondo que provoca la incertidumbre. Por un tiempo decidí respetar su intimidad, pero cuando pasaron los días y seguía sin aparecer, pensé que había llegado el momento de hacerle una visita. Me abrió la puerta dejando apenas un resquicio por el que pudieran circular las palabras. Procuré que las mías fueran de preocupación y ánimo a la vez, pero él me contestó con un hilo de voz, apenas perceptible, como si fuera un enfermo en fase terminal.
―Sí, ya me he quitado las vendas –me dijo en un tono lúgubre―-, y la operación ha sido un éxito. Pero, compréndame, necesito un tiempo para adaptarme a mi nueva cara. Me miro en el espejo y veo a un extraño.
―Comprendo. No se preocupe, tómese el tiempo que quiera ―le dije―, pero piense que cuanto más tarde en aparecer en público, más trabajo le costará.
Una semana después de aquella breve conversación, me encontré con el nuevo vecino y su nueva cara a la puerta del ascensor.
―Tiene usted un aspecto formidable –le dije sinceramente.
―Sí, creo que ya he superado el riesgo de rechazo psicológico –respondió con una amplia sonrisa-. Entienda que no se ha tratado de enderezar la nariz o quitarme unas cuantas arrugas, sino que han modificado todo mi lenguaje expresivo. Mis sentimientos y emociones traducidas a un lenguaje gestual desconocido para mí.
Nos despedimos en el portal. Lo vi marcharse con su nuevo rostro, el perfil sonriente y andares decididos. Para él empezaba una nueva vida. Los días siguientes, el nuevo vecino volvió a ser tema de conversación en la comunidad. Todo el vecindario parecía encantado de haber participado en aquel desenlace que parecía de cuento de hadas. Hasta que un día mi mujer, después de encontrarse con él, me dijo en voz alta lo que a mí me rondaba por la cabeza y no me atrevía a expresar: “No sé a qué leches viene tanta simpatía”. Sí, lo cierto es que empezaba a resultar molesta la amabilidad del nuevo vecino con su nuevo aspecto, ahora siempre sonriendo. Pero lo realmente insufrible fue la evolución que experimentó su personalidad. Al principio mostró la misma incongruencia que manifestara con su antigua cara, pero en sentido inverso: sonreía al decir lo siento o al expresar su enfado. Si antes parecía que fingía, ahora parecía que se burlaba de todos. Pero con el tiempo fueron desapareciendo de su repertorio eso que los manuales de autoayuda llaman sentimientos negativos: envidia, ira, desesperación…, para ser sustituidos por una suerte de filosofía oriental a lo Kung Fu, como si el nuevo vecino estuviera ahora por encima del bien y del mal, esa filosofía perfecta para un oriental pero que a los occidentales nos toca los cojones, permítaseme la expresión.
Cuando a la mañana siguiente me lo encontré en el ascensor, quise ponerlo a prueba.
―Mi canario ha muerto ―le dije.
―Ley de vida, vecino ―respondió sin abandonar su actitud beatífica.
No estaba dispuesto a dejarme vencer tan fácilmente. Le di otra oportunidad.
―Se lo comió mi gato. Ni una pluma de recuerdo ha dejado ―insistí.
―Unos mueren para que otros vivan. Es el ciclo de la vida ―unió las manos, las agitó como si se saludara a sí mismo y elevó los ojos al techo del ascensor.
En aquel instante le hubiera ahogado allí mismo, para comprobar si con la lengua fuera y morada seguía sonriendo. Pero pensé que igual la sensibilidad de aquel tipo no alcanzaba a los animales. Así que armándome de valor, pues soy algo supersticioso y no me gusta tentar a la suerte, mentí:
―Me quedan tres meses de vida. Tengo un cáncer galopante –estas palabras, aun siendo mentira, tuvieron un efecto sorprendente en mí: empecé a llorar.
El nuevo vecino me frotó la cabeza como si yo fuera un cachorro de fox terrier o algo así, y cuando ya creía que se iba a derrumbar por solidaridad conmigo, me dijo con voz melosa y ojitos cantarines:
―Vamos, vamos, alégrese, que Dios le recibirá en su seno. En realidad la muerte no es el final de la vida, sino el tránsito a otra vida mejor y más plena.
Indudablemente aquel hombre había perdido el juicio. Nos habíamos equivocado: su antigua jeta de mala leche era ahora una faz angelical que había convertido su cerebro en un campo de abono para la resignación. Puestos a elegir, yo me quedaba con la primera versión, pues esta segunda, toda bondad, me aniquilaba con sentimientos de culpa si osaba replicarle.
Durante aquellos días mi casa fue una romería de vecinos. Cada cual, a su manera, me culpaba del desastroso resultado de la operación. Así funcionan las masas: no importa que hayan dado su beneplácito porque, si las cosas vienen mal dadas, retuercen su pescuezo plebeyo para acusar con ojos incendiarios al líder, como si este, con el poder de su carisma, hubiera forzado sus voluntades. No obstante, como mis decisiones son producto de la razón y no de los impulsos del momento, y mi código moral me impide eludir mis responsabilidades, les prometí que buscaría una solución.
Esa misma noche, cuando mi familia ya dormía, me levanté con el sigilo de los gatos y me puse a pasear pasillo arriba pasillo abajo con la esperanza de que el silencio de la noche me susurrara una solución rápida. Instintivamente me encaminé hacia el salón y apliqué el oído a la pared que lo separaba del de mi vecino. Nada se oía, salvo el silencio punzando en mi oído, pero yo lo imaginaba a él durmiendo a pierna suelta con la placidez de un bebé. Me indignó su despreocupación porque al fin y al cabo él era el responsable de mi insomnio. Y esa indignación fue creciendo, calando en mi pecho con dentelladas de odio. Sé que necesitaba ese odio, no me engaño, para deshumanizar a la víctima y así cobrar fuerzas para hacer lo que hice.
Marqué su número de teléfono, y al momento el estridor del timbre reverberó en el salón contiguo al mío. A la espera, tapé el auricular con mi pañuelo e impostando la voz ensayé frases que avivaran las ascuas de mi odio. Por fin, al otro lado de la pared oí el chacla chacla de unas zapatillas presurosas, e imaginé ya la cara del bobo feliz dispuesto a disculpar el error de esa llamada a horas intempestivas: “No se preocupe, es humano equivocarse”, diría, o algo parecido, y luego imaginé que su nuevo rostro de angelote se teñía de una lividez cadavérica cuando yo, obligado por la condición de líder que ha de vencer los remilgos de la conciencia en casos de necesidad extrema, con la voz canalla le dijera, le dije: “Márchese del piso, cretino, o es hombre muerto”.
FIN