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En medio de un murmullo ascendente pidió la palabra el vecino del 10º A, que es un sabelotodo que lo mismo te dice el grado de humedad ambiente que te informa de dónde se pueden comprar los mejores y más baratos espárragos del barrio, amén de la vida y milagros de cada vecino y todo su árbol genealógico. El vecino del 10º A, paladeando cada sílaba que pronunciaba, nos arengó: “¿Acaso el nuevo inquilino ha tenido un trato descortés con alguien, una mala palabra? Porque os recuerdo que en una democracia, además de existir la presunción de inocencia, no se puede discriminar a nadie por su aspecto físico”
Pero yo no me dejé arredrar, sino que utilizando esa facilidad que tengo para mimetizarme en los personajes más dispares, imité su mismo tono engolado, pero superado por mi elocuencia, y sí, reconocí que el nuevo vecino siempre se mostraba amable en el trato y en sus palabras, pero que no obstante su gesto de inquisidor general no se le borraba nunca de la cara, y que aquella incongruencia era realmente inquietante, y podía resultar fatal para la normal convivencia de la comunidad ya que importantes estudios psicológicos confirman que ese mal humor que a veces nos asalta a todos sin aparente motivo se debe a estímulos que actúan subliminalmente, es decir, sin que nuestra conciencia se percate: un día gris, una palabra agorera, la hortera decoración de una casa, un vecino que nos mira mal… Y como vi que la mayoría movía de forma extraña la cabeza, no sé si en señal de asentimiento o porque no sabían de qué diablos les estaba hablando, levanté la mano para impedir que nadie saliera con la consabida ocurrencia de formar una COMISION DE INVESTIGACION, que, como bien saben los parlamentarios del mundo entero, no es más que un eufemismo de lo que en verdad tendrían que decir: “No tenemos ni pajolera idea de qué va la cosa, dejémoslo correr”. Así que, sin darles tiempo, barrí con la mirada a todos los asistentes y grité “Paguémosle el cambio de cara”. Pero entonces, el catedrático de Ética del 2º A gritó aún más fuerte: “Mejor hagámosle la vida imposible como hicieron las otras comunidades en las que vivió, y así nos ahorramos el dinero”.
En ese momento los vecinos se dividieron en tres grupos: un grupo que estaba a favor de hacerle la vida imposible, y que dejó bien a las claras el excedente de creatividad que tenemos las personas cuando se trata de hacer la puñeta a nuestros semejantes; otro grupo que estaba en contra, y un tercero, más numeroso, que ni estaba a favor ni estaba en contra, que tan pronto asentía a las ocurrencias del primero como a las negativas del segundo. Cuando pasado un buen rato consideré que ya se habían desfogado, y consciente de que nuestra comunidad necesitaba más que nunca un líder moral, tomé de nuevo la palabra.
―¡Vecinos!, cualquier medida que adoptemos tendrá una gran repercusión, no ya en nuestra comunidad, sino en el barrio entero. Y si me apuráis, dada la manía que le ha entrado al personal de contar sus intimidades a los reporteros de televisión, en España entera se hablará de nosotros. Así que nada de hacerle la vida imposible al nuevo vecino. ¿Queréis acaso que se nos acuse de intolerantes, racistas y xenófobos?
―Vale lo de intolerantes, pero por qué racistas y xenófobos –preguntó un vecino que no acerté a reconocer, pues habló desde el fondo de la sala.
―No me seas ingenuo ―le contesté―. Ya sabes cómo funcionan estas cosas. Una vez que empiezan a acusarte de algo, ya no paran, te conviertes en el ser más malvado del planeta, y nuestra comunidad será el blanco de cualquier grupo reivindicativo, no importa qué sea lo que reivindiquen. Y nos acusaran de fascistas y comunistas, de contaminar las relaciones sociales y la atmósfera, de abandonar abuelos y perros en las carreteras, del fracaso de tu equipo de fútbol… En fin, de cualquier cosa. ¿Es eso lo que queréis?
Mis palabras tuvieron un efecto unificador. Todos estuvieron de acuerdo en resolver el asunto de la forma más pacífica y silenciosa posible. Pero, por si alguno se veía tentado a tomar iniciativas personales, añadí que cualquier medida violenta restaría valor al precio de nuestros pisos, porque ¿quién se atrevería a comprar un piso en una comunidad que se toma la justicia por su mano? En cambio, si le pagábamos la cirugía estética, nuestros pisos se revalorizarían, porque gozaríamos de la fama de personas compasivas y solidarias. “Pagarle la cirugía estética al nuevo vecino es una inversión a largo plazo”, concluí.
―¿Y no corremos el riesgo de que todos los feos de la ciudad quieran luego vivir en nuestra comunidad? ―dijo un graciosillo en voz alta. Todos se rieron. Yo también me reí, porque de vez en cuando hay que condescender con la muchedumbre. Luego, sometí la propuesta a votación.
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El nuevo vecino, con un puchero encanallado en los labios, me felicitó por el éxito de mi gestión y me rogó que le ayudara a buscar una clínica de garantías. Y quiso la casualidad que al día siguiente, al salir del metro, me encontrara con el anuncio de una clínica de cirugía estética pegado a una farola. Lo interpreté como un mensaje del destino y así se lo hice saber. Él aceptó y me pidió que le acompañara. Y esa misma tarde, para allá que nos fuimos. Nos atendió un médico joven con aspecto de ejecutivo y una sonrisa que, de tan blanquísima y permanente, parecía artificial, obra también ella de la cirugía. Aplaudió nuestra iniciativa y deseó vehementemente que en un tiempo no muy lejano todas las personas diseñaran su propia cara. Luego, para salvar las reticencias de mi vecino, nos explicó que con los medios informáticos modernos, el cliente anticipa su rostro futuro en un modelo que aparece en la pantalla del ordenador. En pocos segundos puede jugar con todas las variables y elegir según sus gustos, nos dijo. Y eso es lo que hicimos: con una foto escaneada del vecino ensayamos todas las variantes, haciendo girar la cabeza en la pantalla del ordenador para ver el efecto resultante desde todos los ángulos posibles. Mi vecino, que se encontraba muy dicharachero y con ganas de bromas, dijo que a ver si después de tantas modificaciones elegíamos su antigua cara, como les ocurre a esas personas que, después de pasar media tarde eligiendo gafas, por fin, dando un resoplido, eligen unas que resultan ser aquellas con las que habían entrado a la óptica.
Cuando, ya exhaustos, los tres acordamos que habíamos encontrado lo que buscábamos, en la pantalla nos sonrió la imagen de alguien muy parecido al actor Bing Crosby, que, para quien no lo conozca, diré que era una especie de niño cantor en adulto, con tupé rubicundo y mirada lánguida, que acostumbraba a interpretar personajes bondadosos; alguien a quien uno se imagina reencarnando en una especie de ruiseñor de las cumbres. Satisfechos, se fijó la fecha de la operación, nos despedimos del doctor, y mi vecino y yo nos fuimos a tomar unas cañas: “Para despedirme de mi vieja cara”, dijo él con un punto de melancolía pero decidido a operarse.
Continuará…