(…)
Ahora, pasado el tiempo, ni puedo ni quiero escribir sobre la desesperación de entonces. Solo decir que durante unos días me dejé morir, sin comer ni beber, con los ojos cerrados para aislarme del mundo, hasta que una mañana el sol fue de nuevo el sol, coincidiendo con un dolor en el pie que me faltaba. «Es el miembro fantasma», dijo el doctor, y me explicó que cada parte de nuestro cuerpo tiene una réplica en el cerebro y que era allí donde me dolía. Vamos, que una delegación de mi pierna, a modo de idea platónica, iba a hacer de las suyas en el cerebro, que no en la realidad, y así, en mis sueños y fantasías yo podría correr y brincar y, dado el caso, hasta rascarme si me picaba la pierna que no tengo.
Abandoné la habitación 1126 por mi propio y único pie, sin pierna derecha y sin vesícula, apoyándome torpemente en las muletas. Y para darme ánimos me decía que mi YO, ese reducto de la personalidad que da unidad a nuestro ser, seguía siendo el mismo, aunque no pude evitar la sensación de que yo era un hombre venido a menos, un hombre menguado. Y una vez más tuve que imitar la voz grave de mi padre: «Compórtate como un hombre», para abandonar el hospital y salir a la vida.
Dejé mi trabajo de representante de comercio y me esforcé en adaptarme a mi nueva condición de lisiado. Con la indemnización que me dio el hospital, Lola y yo podemos vivir sin agobios y hasta permitirnos ciertos lujos que antes no podíamos, aunque yo preferiría seguir con mi pierna de verdad y no con esta pierna virtual que aún añora patear con rabia las piedras de la calle y, para que nos vamos a engañar, alguna que otra cabeza.
Pero no es de mi vida de minusválido de lo que quiero hablarles, sino de lo que me ocurrió a los tres meses de la operación, cuando tuve que volver, por un motivo que ya ni siquiera recuerdo, a la consulta de mi doctora en el ambulatorio. Allí seguía ella, detrás del ordenador, como si no hubiera pasado el tiempo, con la misma expresión triste de la primera consulta. Hasta que empezó con el ritual acostumbrado, también esta vez sin mirarme apenas a los ojos, también interrumpiéndome en mi exposición.
—Veo en su historial que le amputaron la pierna derecha, y que fue todo un éxito, que no hubo complicaciones —lo dijo sonriendo, como si me invitara a celebrar mi suerte.
Me la quedé mirando para dar tiempo a que su memoria empezara a actuar, pero por su expresión deduje que pensaba que yo era una especie de tarado al que habría que repetirle las cosas. Aquella mujer no recordaba nada de nuestra conversación de hacía un año. Entonces imaginé que me lanzaba a por ella y la estrangulaba y le metía la cabeza en el ordenador, mientras le gritaba un ominoso y fracasado pareado «Hija puta, al final te saliste con la tuya». Pero no hice nada de eso, sino que levanté las muletas y claudiqué con un movimiento de aceptación. Ella parecía muy satisfecha de que los datos concordasen con la realidad. Pero al instante, al mirar de nuevo al ordenador, la sonrisa se borró de su boca.
—Aquí dice que también un brazo —dijo con gesto de extrañeza, mirándome mis dos extremidades superiores, que aún seguían con las muletas en vilo.
—¡¿Un brazo amputado?! —grité.
—Efectivamente —afirmó la doctora dando un respingo, asustada por mis gritos.
—¡Ahora un brazo! —volví a gritar mientras me levantaba del asiento y empuñaba amenazante la muleta de la mano derecha.
La doctora se parapetó detrás de su ordenador, abrazada a él, encogiéndose, como si temiera que yo fuera a descargar finalmente un golpe sobre ella. Y aunque ganas me dieron de liarme a muletazos con la doctora y su cómplice, bajé la muleta que tenía alzada y, afianzando luego las dos bajo mis axilas, salí de la consulta como alma que lleva el diablo, despertando el asombro de cuantas personas encontraba a mi paso, y por un momento deseé que mi única pierna no dejara de correr y me transportara, como aquella pata de palo del cuento de Espronceda, con furibunda velocidad en un viaje sin fin.
Aquella misma tarde me apunté a la sociedad médica privada VITALUZ. Y no lo hice porque todos sus empleados, desde los médicos hasta los celadores, derrochen una amabilidad meliflua y exhiban una sonrisa de anuncio de dentífrico con fondo de hilo musical, ni porque aspire a una habitación privada en caso de tener que volver a ingresar en el hospital, ni porque crea en la excelencia de su medicina. No, nada de eso. Es solo que tengo la esperanza de que en el disco duro de sus ordenadores no esté aún escrito mi destino.
FIN