Yo me remendaba, yo me remendé

cantando villancicos

Rin Rin

Caminas con tu hija cogidos de la mano. Al final del camino os espera un Rey Mago sentando en su trono. En la mano libre la niña lleva la carta que durante un mes ha estado escribiendo. Es la carta definitiva, la última versión después de mucho escribir y borrar, escribir y borrar, tantas veces que el resultado te recuerda a un yacimiento arqueológico en el que los distintos niveles, si pudieras excavar, te revelarían los cambiantes deseos de la niña a lo largo de ese mes. Cuando os ponéis a la cola, te pregunta: “Papá, ¿por qué llegan antes los regalos de Papá Noel que los de los Reyes Magos, si Papá Noel es uno y los Reyes son tres?”. Te frenas en seco, como si la palma de una mano gigante te hubiera dado el alto. La pregunta es peliaguda, no puedes andar y pensar a la vez. La niña te mira, se rasca la rodilla, espera. “Esto… ummm… verás… —miras al cielo buscando la inspiración, y parece que te llega—, pues porque los Reyes viajan en camellos, que son más lentos que el trineo tirado por renos de Papá Noel”, dices, y tu hija parece conformarse con la respuesta. Solo de momento. Sabes que volverá a la carga, que con sus preguntas irá día a día quitándole las capas a la cebolla de la inocencia.

Pasan los años, tu hija se ha independizado y acaba de estrenarse como maestra. Ha venido a ayudarte a montar el belén. Mientras estáis enfrascados en la tarea, te habla de la experiencia con sus niños en el colegio. Está indignada con el villancico “Rin Rin” que han cantado en la capilla. Ella no lo hubiera elegido. Es un villancico tendencioso y cargado de prejuicios, te dice. ¿Por qué tiene que ser una burra y no un burro quien lleve la carga de chocolate al portal? ¿Por qué María es simplemente María, y José es san José? ¿Qué ha hecho él para ser un santo, aparte de tocarse los güevos?, ya que es María la que tiene que correr para que los ratones no se le coman a él los calzones, es María la que tiene que volar para que no le roben los pañales al niño. No, José no es un santo, y los ratones, guiados por su instinto animal, han intuido que hay algo turbio en él, ¿por qué, si no, le roen los calzones, precisamente los calzones? Y lo peor: ¿por qué son gitanillos y no payos los que roban los pañales? Agggggg.

Ufff, tu hija está realmente enfadada, y tú te has quedado con una oveja en la mano, a medio camino de ponerla a pastar sobre el belén, como si estuvieras posando para una foto, sin saber qué decir. Intentas recordar la letra del villancico: “Hacia Belén va una burra, rin rin...”, ahora bajo la interpretación que tu hija ha hecho.

—Durante años —insiste tu maestra—, he estado repitiendo este villancico como un loro. Ahora es cuando me doy cuenta de la bomba machista y racista que esconde en su interior. Y justamente la parte que nunca entendí, la parte que me parecía más absurda, es la única que tiene valor.

—¿Qué parte es esa? —preguntas, sospechando una insólita respuesta.

—Su estribillo.

—¿Su estribillo?

Y tu hija se pone a cantar:

—“Yo me remendaba, yo me remendé, yo me eché un remiendo, yo me lo quité”, que si lo piensas bien, este estribillo no es otro que el estribillo de la vida misma, porque siempre andamos remendándonos y quitándonos los remiendos para volvernos a remendar. Y es que no nos queda otra.

Entonces recuerdas aquel remoto día en que fuiste con tu hija a dejar la carta al Rey Mago y piensas que, definitivamente, la niña le ha quitado todas las capas a la cebolla.

—Te parece que cantemos “Noche de paz”—es lo único que se te ocurre decir.
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