Me preocupa que los niños dejen de serlo antes de tiempo, con comportamientos y actitudes que les hacen ser repelentes u obscenos, monitos de repetición de adultos a su vez infantilizados; adultos que se han quedado en el niño, pero no en el niño creativo y entusiasta, sino en el niño de la rabia y la pataleta, en el niño de lo quiero ya, ahora mismo, porque soy el centro del mundo.
Todo este rollo viene a cuento de algo que me sucedió hace unas semanas en la playa, a esa hora en que el sol empieza a retirarse y somo pocos los que quedamos por allí. El caso es que en mi paseo me encuentro con un niño de unos siete u ocho años que juega solo a la pelota, intentando mantenerla en el aire con los pies y la cabeza. Cuando estoy llegando a su altura, la pelota se le cae al suelo y viene rodando hacia mí. El niño se acerca a cogerla, pero yo le hago un regate y le reto a quitármela. Él acepta el reto y durante unos minutos se esfuerza en el empeño, hasta que se para y, con los brazos en jarra y resoplando, me grita:
—No seas déspota y devuélveme la pelota.
¿Déspota? ¿Ha dicho “déspota”? ¿He oído bien? ¿Qué fue del “abusón” de toda la vida? Instintivamente miro hacia la pareja que se encuentra a unos metros del niño, que supongo deben de ser sus cultos padres, pero están enfrascados en las pantallas de sus móviles, seguramente que viendo fotos de playas exóticas en instagram.
—¿Tú sabes qué quiere decir déspota? —le pregunto.
—Que me dejes en paz y no me toques los cojones —dice el niño, rotundo.
Me lo quedo mirando para asegurarme de que realmente es un niño y no un enano con mala leche. Es un niño, sin duda. Me desprendo de la pelota como si fuera una avispa a punto de picarme y me alejo. Los niños así me dan miedo. Mucho miedo.