El señor Z está comiendo solo en su restaurante habitual. Sobre la mesa, a la izquierda del plato, tiene un móvil en el que picotea constantemente con su mano izquierda mientras con la derecha, sin mirar al plato, va tomando cucharadas de la sopa de ajo que ha pedido. El señor Z prefiere pedir platos que pueda comer con una sola mano; de esta forma tiene la otra libre para manipular el móvil a su antojo. Como el segundo plato es un filete de ternera ―hoy no tenía mejores opciones de adaptabilidad―, el señor Z corta primero el filete en pequeños y definitivos trozos, y aunque así le queda el plato un tanto infantil, como si fuera para un niño que aún no domina el uso del cuchillo y el tenedor, es de esta forma como mejor puede usar el móvil sin interrupciones mientras uno a uno va engullendo los trozos de ternera.
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El señor Z se ha comprado unos zapatos nuevos y con el video del móvil va grabando sus pasos sobre la acera. Cuando lleva un rato andando, se encuentra con dos jóvenes que se están peleando a saber por qué. El señor Z deja de enfocar sus zapatos y se pone a grabar a los chicos. Gira en torno a ellos para buscar distintas perspectivas. De pronto el señor Z deja de enfocarlos y les pide a voz en grito que se peleen con mayor vigor, que parecen unas nenazas; incluso se atreve a darles algunas instrucciones sobre la mejor forma de atizarse para componer una imagen más viril. Los jóvenes deben de pensar que están ante un loco porque, aunque esa no era la intención del señor Z, dejan de pegarse y cada uno se va por un lado. El señor Z sigue andando, ya sin ganas de grabar sus zapatos y protestando por la poca colaboración de estos chicos que ya no respetan a sus mayores, mierda de mundo, adónde vamos a llegar.
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El señor Z ha tenido un hijo. Pasa un mes y en su móvil se acumulan mil fotos del niño y medio centenar de videos. Su mujer le dice que menos fotos y videos y más abrazar al niño, jugar con él, darle de comer… En definitiva, que deje el puto móvil y se ocupe de su hijo. El señor Z sigue las “recomendaciones” de su mujer, pero tendrías que haberle visto haciendo malabarismos con el móvil, del que no puede desprenderse, mientras está con el bebé, cuyo único objetivo es apoderarse del móvil y llevárselo a la boca pringada de la papilla tres frutas para luego, con esos movimientos frenéticos de los bebés, golpearlo una y otra vez contra la trona.
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Cuando ya en el metro el señor Z descubre que se ha dejado el móvil en casa y su cuerpo empieza a experimentar los síntomas del pánico, sin pensárselo dos voces, se levanta del asiento en que ha logrado sentarse y tira de la palanca de emergencia. El tren se detiene, se abren las puertas y el señor Z sale pitando. Lo que más le duele no son las consecuencias que tendrá este acto impulsivo de tirar de la palanca de emergencia y que con seguridad las cámaras habrán grabado, sino el haberse olvidado del móvil por un momento, la primera vez que le pasa, pues hasta hoy siempre ha aparecido ese gesto instintivo de llevarse la mano al bolsillo para comprobar que allí estaba, como quien se palpa el corazón para asegurarse de que late y de que puede seguir viviendo.
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El señor Z ha alquilado una habitación en el piso más alto del hotel de mayor altura de la ciudad. La habitación da a la azotea, y es en la azotea donde el señor Z tiene la intención de hacerse una selfie subido a la barandilla, medio vencido al vacío, con el fondo lejano de la calle y los coches como hormigas. No sabe por qué quiere hacer esto; solo sabe que lo va a hacer. Pero, entonces, un fuerte dolor parece comprimir su brazo y escalar hasta el pecho. Encogido, atenazado por el dolor, vuelve a entrar en la habitación y se echa en la cama. Precipitadamente coge el móvil y se hace una selfie. No era lo que tenía pensado pero hay que adaptarse a las circunstancias, piensa; y, bien mirado, será algo espontáneo, guiado por los imprevisibles avatares de la vida. Cuando mira la foto que ha obtenido, ve qué detrás de él aparece una figura siniestra, con los ojos hundidos y la marca de la calavera bajo la piel, y que, con los dedos esqueléticos de su mano derecha, está haciendo el signo de la victoria. Emocionado, retorciéndose en la cama, el señor Z envía la foto a todos sus contactos, y al rato le empiezan a llegar los mensajes de respuesta: caritas sonrientes, dedos pulgares hacia arriba, corazoncitos… Pero el señor Z, con los ojos fijos en el techo de la habitación y una sonrisa en los labios, ya no podrá verlos.