“Todas las historias de amor son historias de fantasmas”
David Foster Wallace
Siempre me había gustado este palacete renacentista para ambientar la novela en la que trabajaba. Sus propietarios, un anciano matrimonio, estaban dispuestos a alquilármelo por un año, pero ponían una condición: tendría que deshacerme del espíritu de Clarice que lo habitaba. Si en el plazo de un mes no conseguía el desalojo, debería abandonarlo.
Convencido de que aquella condición era una broma que gastaban al novelista, o el efecto de la chifladura de sus propietarios, acepté sin preguntar quién era esa tal Clarice, de la que me hablaban como si yo tuviera que conocerla. ¿Qué podía perder? Pasado el mes, les comunicaría que el espíritu se había esfumado. Si era una broma, probablemente ellos se reirían por haberles seguido el juego. Y si se trataba de una alucinación compartida, podían suceder dos cosas: o bien se mantenían instalados en su alucinación y yo no tendría más remedio que irme, o bien, sugestionados por mis palabras, aceptaban la marcha de Clarice y me dejaban seguir disfrutando del alquiler.
A los dos días de haberme instalado la vi por primera vez, y aunque hubiera sido lo razonable para una mente escéptica como la mía, tengo que admitir que en ningún momento pensé que su imagen pudiera ser un engaño, el producto de unos elaborados efectos especiales. Hermosa y elegante, Clarice se paseaba como levitando por todas las estancias, atravesando paredes y techos, entonando bellas canciones, dejando tras de sí una estela de misterio. Comprendí la necesidad de la cláusula: ¿quién querría deshacerse por propia voluntad de semejante inquilina? Era un espectáculo para la vista y el oído; también poderoso estímulo para la imaginación.
A la semana, el palacete renacentista había dejado de importarme; y lo que es peor: también mi novela había dejado de importarme, pues ¿cómo desarrollar una trama y profundizar en los personajes cuando el espíritu de Clarice me envolvía con su presencia, sin hablarme, observándome como si el verdadero fantasma fuera yo?
Solo pensaba en Clarice, obsesivamente, y mi deseo fue creciendo ante la imposibilidad de satisfacerlo. La seguía por la casa y ella, liviana y evanescente, me dejaba al otro lado de las paredes, con mi cuerpo hecho de músculos, huesos, vísceras…, tan torpe y limitado. Parecía que jugaba conmigo, que se divertía con mis inútiles persecuciones. Ahora sé que no, que era su irremediable naturaleza espiritual.
Terminé perdiendo la dignidad y empecé a rogarle de rodillas que se materializara y adoptara forma humana para poder amarla. ¿No había ningún ritual que la trajera a mi mundo? ¿Algún sacrificio que yo pudiera hacer? Clarice guardaba silencio, mirándome igual que se mira a un niño que no entiende el porqué de sus pesadillas. Hasta que un día, por fin, supe lo que tenía que hacer. Y lo hice sin dramatismos, como quien se adentra en la noche hasta el alba, sin la nostalgia del camino que decidí dejar atrás.
En la verja de entrada al palacete han vuelto a poner el cartel de SE ALQUILA, pero ahora somos dos los espíritus que lo habitamos.