Navegando en un pequeño velero sobre un mar en calma, Ulises y yo, tal vez estimulados por la dorada luminosidad del atardecer y la lejanía del horizonte, comenzamos a fantasear. “Quiero viajar, surcar mares y océanos, explorar lugares vírgenes”, dije yo.
Ahora, pasados los años, acudo puntualmente a mi trabajo, donde ficho en una máquina que con su cli-cli parece contabilizar las horas que me restan de vida, para luego dejar el táper en la taquilla, vestirme con un remendado traje de explorador y actuar para los visitantes del parque de atracciones, entre leones autómatas, ríos de mentira y castillos de cartón piedra.
El destino de Ulises fue diferente. “El mejor viaje es el viaje interior”, había dicho él aquel atardecer en el mar, segundos antes de ensimismarse. Desde entonces no he vuelto a tener noticias suyas.