Arborescencia

Cuando empezó a ser recurrente el adormecimiento y la sensación de hormigueo en los pies, el señor K decidió acudir al médico. Realizadas las pruebas pertinentes, el doctor le informó de que en su organismo no había nada anormal que explicara sus síntomas, pero que debería hacerse una nueva analítica, pues aparecían restos de hormonas vegetales: auxinas y citoquininas

El señor K no quiso hacerse nuevos análisis. Se convenció a sí mismo de que el cuerpo es un sistema veleidoso en el que los síntomas aparecen y desaparecen, y que en el caso de que no desaparecieran se acostumbraría a vivir con ello, ¿no se había acostumbrado a la alopecia? El señor K no era tonto, pero a menudo lo parecía.

Ya hacía siete años que se había jubilado, y cuatro desde que enviudó. Vivía solo en la ciudad, en una casa con jardín. Tenía una hija casada, madre de una adolescente que aspiraba a ser influencer. Vivían en la misma ciudad que el señor K, pero bastante alejados de su casa, razón por la cual — se justificaba la hija— solo podían visitarlo algún fin de semana y no con la frecuencia que les hubiera gustado. Además, con los años, el señor K se había vuelto un cascarrabias difícil de tratar. Amparado en su edad se enfrentaba a todo aquel que consideraba enemigo de la civilización. Increpaba a los jóvenes que, concentrados en las pantallas de sus móviles, no le cedían el asiento en los transportes públicos; a los dueños de los perros que dejaban las cacas en las aceras; a los conductores que hacían sonar el claxon al milisegundo de ponerse en verde el semáforo… En fin, los paseos del señor K eran un sinvivir, y finalmente optó por no salir a la calle. Su nieta le enseñó a hacer la compra por internet. Pero, recluido en casa, cayó en la cuenta de que era la rabia lo que le daba energía, lo que le hacía sentirse vivo, y no se sintió muy orgulloso de este descubrimiento. Fue entonces cuando empezó la sensación de hormigueo en los pies, y cuando decidió ir al ambulatorio.

A los pocos días de recibir el informe médico en el que se le pedía repetir los análisis, al ir a ducharse, descubrió lo que parecía una pequeña hoja sobre la uña del meñique de su pie izquierdo. Cuando cerró el grifo, la hoja seguía allí. Después de secarse, apoyó el pie en una banqueta y le hizo una foto con el móvil. Al ampliarla vio que no había uña, que la hoja la había sustituido, y que por un lateral sobresalía algo que parecía una raíz. Era muy extraño, y al señor K le alarmó no alarmarse. ¿Significaba que ya todo le daba igual, que solo cabía la resignación? El caso es que aceptó de buen talante esa hoja en el meñique, y después, en los días siguientes, las hojas que fueron cubriendo cada uno de los dedos de los pies, y luego los de las manos. Y lo más revelador: su estado de ánimo había cambiado; podía salir a la calle sin necesidad de entrar en combate con el prójimo; con guantes, para no descubrir la apariencia de sus manos, era ahora un paseante benévolo que aceptaba la fealdad en el mundo, contrapartida de la belleza.

Cuando su hija fue a visitarlo, acompañada por el marido y la aspirante a influencer, se encontró con el panorama de un padre medio vegetal, y después de asegurarse de que no se trataba de una broma, le rogó que fueran inmediatamente al hospital, mientras la nieta intentaba  convencerlo de que grabaran un video para colgarlo en Tik Tok. El señor K rechazó ambas propuestas. No quería convertirse en una atracción de feria, tampoco volvería al médico, pues asumía de buen grado la transformación de su cuerpo, alegando que nunca antes se había sentido tan en paz consigo mismo.

Se marcharon los tres muy preocupados, y cada noche, mientras barajaban la posibilidad de pedir la incapacitación del señor K, lo llamaban para ver cómo se encontraba, y siempre obtenían la misma respuesta: “Mejor que nunca”. Pero en la siguiente visita, la hija tuvo que abrir con su llave porque su padre no respondía al timbre. Hallaron la casa en orden y al señor K en el jardín, de pie, hundido en la tierra que le cubría hasta la rodilla, y al lado una pala y un montón de tierra sobrante. “Solo necesito agua y luz”, dijo el señor K. “He enviado la foto de una hoja a la Inteligencia Artificial y me ha dicho que soy un magnolio”, añadió abriendo los brazos, que ya parecían más ramas que brazos.

La hija decidió instalarse con su familia en la casa del padre. Era la mejor solución. Tenían la casa para ellos solos y el señor K no necesitaba muchos cuidados: agua y luz, como él mismo había dicho. Al principio, por compasión, cuando regresaban de sus quehaceres, iban a hablar con él durante un buen rato. Pero luego la compasión se tornó necesidad. De alguna forma que no sabían explicar, al lado del señor K encontraban esa paz que también ellos echaban en falta, y obtenían sabias respuestas, adaptadas a lo que cada uno de ellos necesitaba. Pero pasaban los días y el señor K era cada vez menos hombre y más árbol. Una tarde se encontraron con que de él solo quedaban los ojos y la boca en el tronco del magnolio, como en las graciosas ilustraciones de los cuentos infantiles, y supieron que el final estaba próximo, que pronto dejarían de comunicarse. Y, efectivamente, llegó el día en que solo hallaron un frondoso magnolio, ni rastro del señor K. Durante un tiempo estuvieron muy tristes, hasta que advirtieron que las ramas y las hojas del magnolio se movían en ausencia de viento, y que lo hacían de variadas formas: un lenguaje que tendrían que aprender a descifrar. Además, en primavera, echaría unas bonitas flores blancas.

Magnetismo

Hace unos días, por primera vez en mi vida, me hicieron una resonancia magnética. Solo el nombre impone. ¡Resonancia Magnética! Suena a terremoto, a cataclismo. Y como para ello me tenía que introducir dentro de una especie de tubo, la enfermera me preguntó si padecía de claustrofobia. Si era que sí, tendría que sedarme. Solo se me ocurrió decir que de niño, cuando me metía en cajas de cartón para luego abrirlas de sopetón y asustar a la abuela, nunca tuve reacciones claustrofóbicas, y que tampoco ahora, de adulto, cuando entro en ascensores estrechos con vecinos desconocidos, he manifestado síntoma alguno. Sé que la respuesta fue estúpida, pero me salió de esa manera. Y me olvidé de decir que siento claustrofobia ajena cuando por la televisión veo documentales de espeleólogos arrastrándose como luciérnagas —suponiendo que las luciérnagas se arrastren— por angostas cuevas.

Ya sin pantalones pero vestido con la clásica bata de paciente —esa que ignominiosamente se abre por el culo—, me tumbé bocarriba en la plataforma que deslizándose habría de conducirme al interior del tubo. La enfermera, antes de darle al interruptor del mecanismo, me sujetó sobre el vientre una especie de alfombrilla, no persa pero sí mágica, que supuse enviaría imágenes de mi mundo visceral al equipo informático del tubo y así averiguar si en mi paisaje interior se hallaba todo en calma o había sido invadido por algún indeseado colonizador. Me pidió, también, que con la mano derecha sujetara la sonda que me habían enchufado al brazo derecho para, en algún momento de la prueba, chutarme con Gadolino y obtener una resonancia por contraste. A mí, ese nombre de Gadolino no me parecía el de una sustancia paramagnética —que es lo que es—, sino el nombre de un personaje del Renacimiento italiano. Así que luego, cuando la enfermera me dio una perilla para que la sostuviera en la mano izquierda con el fin de presionarla si en algún momento me sentía mal en el interior de tubo y que ella pudiera venir a socorrerme, yo, para relajarme y no verme con un ataque de ansiedad o achicharrado como si estuviera dentro de un microondas, imaginé que un gondolero, de nombre Gadolino, navegaba por mis venas, convertidas en canales de una Venecia renacentista. Pero fue la enfermera con su voz nada veneciana quien, colocándome unos cascos en los oídos para protegerme, me advertía del molesto ruido que incluso con los cascos aquel tubo iba a producir.

Y allí estaba yo, con una perilla auxiliadora en la mano izquierda, la sonda en la derecha, la alfombrilla sobre el vientre, los cascos en las orejas, mis piernas blancuzcas asomando por el extremo de la bata, en fuerte contraste con los calcetines negros que enfundaban mis pies. Suerte que no había un espejo donde reflejarme. Y ya estaba debatiéndome entre llorar o reír cuando la enfermera apretó el botoncico de “el escaneado va a empezar”. Y digo “escaneado” porque así fue como me sentí desde el mismo momento en que empecé a deslizarme dentro del tubo, con el techo a pocos centímetros de mis ojos y el cuerpo embutido en aquel artefacto. La suerte fue que —supongo que debido a mi estatura— mi cuerpo se deslizó hasta que mi cabeza quedó fuera del tubo y tuve la visión del techo de la habitación, a unos metros de mi cabeza, y no la del oprimente techo del tubo. 

De treinta a cuarenta minutos duraría la prueba. Demasiado tiempo para darle al coco. Entonces pensé que me había precipitado al decir que no era claustrofóbico. Porque ¿y si de pronto me entraba la angustia? O peor, ¿y si a causa de la angustia me daba cagalera, una reacción normal del cuerpo en situaciones angustiantes? No, eso sí que no lo podía permitir. Antes claustrofóbico que diarreico. A la menor señal de marejadilla en el intestino, pulsaría la perilla. Alegaría ansiedad, nervios incontrolables. Que me pusieran un sedante. O un astringente. Lo que fuera. Cualquier cosa con tal de no descomponerme allí dentro. Menuda experiencia. Mi primer encuentro con Resonancia y voy y la cago. Chungo magnetismo.

En un nuevo intento por relajarme me vi caminando por una playa solitaria, en un día soleado y con una ligera brisa marina que acariciaba mi pelo (es lo que tiene la imaginación, que no necesitas ir a Turquía para hacerte un trasplante), pero el ruido en el interior del tubo me devolvía una y otra vez a la realidad del presente. Así que cambié de estrategia y me concentré en el AQUÍ y AHORA, como aconsejan los libros de meditación. Y el aquí y ahora fue igual que entrar en un extravagante parque temático del ruido, pues allí dentro se fueron alternando los más variados sonidos: el soniquete de una atracción de feria, la euforia cantarina de una máquina tragaperras vomitando un chorreo de monedas, el traqueteo de una máquina de coser (ya me vi pespunteado en mis extremidades), el intenso tartamudeo de una ametralladora con balas de fogueo… Todos esos ruidos y otros de difícil clasificación concurrían allí, a veces silenciados unos segundos para que emergiera el rumor del escaneado, y más tarde un sonido muy sospechoso, el más sospechoso, inquietante: el de una impresora produciendo una copia, escupiéndola. Escupiéndola, sí, pero ¿adónde?

Desde ese momento no he podido quitarme de la cabeza que el fin último de la resonancia magnética no es otro que el de hacer copias de nosotros mismos, y que ya hay una copia de mí circulando por ahí, una copia que quizá termine sustituyéndome. Solo espero, ante lo inevitable, que sea una copia mejorada, corregidos los defectos, con un perfil renacentista y, sobre todo, con los pantalones bien puestos.