1 de julio de 1566
Ahora que el final de mi vida está próximo, quiero redimirme escribiendo estas líneas, y quizá así mi alma alcance la paz que anhelo, al preveniros de los poderes que se me atribuyen y que no son tales, confusión que yo mismo provoqué con mis crípticos mensajes y la ayuda de la imaginación popular.
Soy Michel de Notre-Dame, aunque poco o nada os dirá este nombre. Pero si os digo que aquel por el que realmente se me conoce es el de Nostradamus, ya puedo imaginar cómo con su sola mención un sinuoso escalofrío recorre vuestro cuerpo, porque el nombre de Nostradamus está fatalmente unido a lo esotérico, a ese saber que no halla fundamento en la razón y produce temor y admiración a partes iguales.
Cuando miro hacia atrás y veo todo el camino recorrido, cuando las pasiones ya no tienen el poder de alterarme el juicio, debo confesaros que lamento haber publicado mis profecías. Porque aquel año de 1555, en el que empecé a publicarlas, ya era yo un prestigioso médico que descontento con las prácticas médicas habituales de las sangrías o el uso de las sanguijuelas chupasangres, prefería los beneficios que procuraban ciertas plantas cuyas propiedades yo conocía bien. Y mis píldoras rosas, elaboradas con 300 rosas rojas arrancadas antes del amanecer, pulverizadas y mezcladas con otros ingredientes que evito nombrar para no aburriros, eran muy deseadas porque puestas debajo de la lengua mejoraban la salud de los enfermos. También mis procedimientos para luchar contra la peste negra habían resultado más eficaces que cualesquiera otros. Ordené airear las casas, lavar las calles, quemar los cadáveres y todo aquello que hubiera estado en contacto con los apestados, exterminar ratas y pulgas…
Es con este retrato de benefactor de la humanidad como quisiera pasar a la Historia, pero me temo que la imagen de visionario eclipsará a la del buen doctor, porque todos buscamos la luz, pero nos seduce la oscuridad. El mundo cotidiano de mis prácticas como médico nunca podrá competir con los mundos extraños de esas visiones mías que ni yo mismo puedo explicar de dónde vienen; unas veces, de forma espontánea, como iluminaciones que de repente se cuelan en mi cabeza; otras, de sueños, o mejor decir pesadillas, que nada más despertar traslado al papel; o después de mirar en el fondo de un cuenco con agua, o de aspirar los vapores de plantas que ponía a hervir o quemaba.
Podría decir que para no volverme loco tuve la necesidad de dar a conocer mis visiones al mundo, que cuando las expulsaba de mi cabeza y las compartía, dejaban de atormentarme. Pero no puedo seguir engañándome, fue la vanidad de sentirme aclamado y de agrandar la fama que como médico ya poseía. Y si hice uso de un lenguaje oscuro, enigmático, no fue solo para eludir la acuciante presencia de la Inquisición, tan ávida por descubrir herejías o pactos con el diablo, sino porque ganaba en admiradores dispuestos a estrujarse los sesos por encontrar un significado a los abstrusos mensajes de mis profecías. Entonces me sentía poderoso. Ahora sufro las consecuencias.
Solo una de mis profecías me consuela de mi gran error, paradójicamente la que me dio mayor fama como profeta, la fama de la que ahora reniego. En la cuarteta XXXV de la centuria I, escribí: El león joven al viejo someterá. En el campo de batalla por singular duelo. En jaula de oro los ojos le atravesarán. Dos heridas en una. Después morir. Muerte cruel. Eso fue lo que escribí, y cuatro años después, Enrique II, rey de Francia y esposo de Catalina de Médicis, resultaba gravemente herido, accidentalmente, al romperse y salir disparada la lanza del conde de Montgomery, con quien peleaba, hasta atravesar la visera que lo protegía. Los dos contendientes llevaban sendos leones grabados en el escudo y la armadura. Diez días tardaría en morir Enrique. Y aunque el conde no era más joven que el rey, sino de parecida edad, ni el combate fue en dura batalla, sino en un torneo de celebración por la boda de su hija Isabel con Felipe II, era tanta la semejanza entre mi profecía y la realidad, que muy pocos dudaron de mi capacidad para adivinar el futuro, y a mí, además de obtener un mayor reconocimiento, me llevó cerca de Catalina, de quien estaba enamorado, pues después de este suceso me nombró su consejero y médico real.
Y es el persistente recuerdo de ese tiempo con Catalina lo único que ahora alegra mi vejez, aunque entonces fuera un suplicio tenerla tan cerca pero inalcanzable, tomándose ella conmigo las libertades que se hubiera permitido con un hermano mayor, pues fraternales eran sus sentimientos hacia mí, mientras que yo tenía que esforzarme en controlar los gestos que podrían delatar los míos, nada fraternales, para que no se sintiera incómoda en mi presencia. A su lado esperé que alguna de mis visiones me revelara si mi amor sería correspondido, si podría tenerla al fin entre mis brazos. Y recurrí a las prácticas habituales. Todo en vano. ¿De qué me servían entonces mis profecías, esas visiones tremendas? Es que entre torres ardiendo, decapitaciones y batallas, entre extrañas e irreconocibles construcciones que poblaban mi mente, ¿no había un pequeño resquicio para mostrarme lo que el destino me deparaba?
No, no lo había. Ni lo hay. Solo el tiempo me dio la respuesta. El futuro no está escrito, y si lo estuviera sería ilegible. Aceptad que la vida es incierta y que es una dicha que así sea. Aferraos al presente con uñas y dientes. Los jinetes del Apocalipsis siempre cabalgan a nuestro lado; al trote o al galope, pero siempre están ahí. Tenemos que convivir con ellos. Así que protegeos de los profetas que viven de vuestros miedos y los alimentan. Protegeos de mí.
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