De hoy no pasa, se dice Justino, hoy me apunto al gimnasio. Quiere dar un giro importante a su vida. Ya hace un mes que se matriculó en un curso de bricolaje y en otro de fontanería. Parecerán pequeños gestos, pero son el punto de partida para frenar esa tendencia suya a evadirse de la realidad, a perderse en fantasías. El trabajar con cosas concretas y no con entelequias le ayudará a conseguirlo. En el gimnasio, se centrará en su cuerpo, al que siempre tuvo abandonado porque eso de la unidad cuerpo mente no iba con él.
Ya en el colegio le decían que parecía un mueble, que tenía que participar, que mostrarse proactivo y socializar. “Socializar”, “proactivo”, palabrejas que se pusieron de moda. Incluso hubo un profesor que le pidió que dejara de estar en las nubes y de procastinar. Lo de las nubes lo entendió, pero ¿procastinar? Justino asintió con un leve movimiento de cabeza, apuntó el palabro en una hoja y luego lo buscó en el diccionario. Al leer el significado, le dieron ganas de dejar de procastinar para mostrarse proactivo y cantarle las cuarenta al pedante profesor. Pero prefirió dejarlo para otro momento.
No obstante, sabía que el profesor tenía razón: él siempre estaba en las nubes y en permanente duda para decidirse por una de las diferentes opciones que se le pasaban por la cabeza. Y aunque a veces se le ocurrían réplicas ingeniosas ante las burlas que sufría, esas réplicas, bien por timidez o por lentitud de reflejos, le llegaban a destiempo, con el colegio ya cerrado, las señoras de la limpieza como únicos habitantes del lugar y él en la soledad de su cuarto de hijo único. Pero no estaba de acuerdo en que fuera un mueble. Si acaso, una lavadora. Una lavadora siempre centrifugando, pues tras ese “estar en las nubes” bullían montones de historias en su cabeza. Historias en las que él aparecía como héroe o como un gran benefactor de la Humanidad: salvaba de un incendio a los niños de un hospicio; abortaba un atentado terrorista solo con sus poderes de observación y deducción; descubría el medicamento que curaba todos los cánceres sin excepción… Y luego estaba esa fantasía recurrente en que rescataba a Lucía, la compañera de la que estaba secretamente enamorado, secuestrada por unos piratas igualitos a los abusones de la clase y con los que se liaba a mandobles después de que desde su barquichuela lograra el abordaje del barco pirata de negra bandera con dos tibias y una calavera. “Justino, a la pizarra”, le tenía que repetir varias veces el profesor de turno, y Justino emprendía el camino desde el pupitre a la pizarra aún dando los bandazos de quien ha estado navegando y no se ha acostumbrado a la tierra firme.
Ahora, en la adolescencia, no le había ido mejor. Le salieron granos en la cara, grandes y duros como escarabajos, y tuvo un desarrollo longitudinal que lo dejó escuálido como una lombriz. Como una lombriz con una gabardina larga y gastada, pues así es como se paseaba por los parques en los días lluviosos de otoño, disfrazado de poeta incomprendido, empapándose de lluvia y de tristeza, porque tristes tenían que ser los poetas, y melancólicos, con la mirada perdida en vete tú a saber dónde, inspirándose con el crujir de las hojas amarillentas, metiéndose a voluntad en los charcos para sentirse aún más desvalido ante el amor de una Lucía ahora inexistente, de múltiples caras, a la que le escribía sonetos que algún día le harían famoso, aunque los conocidos, pues amigos no tenía, lo llamaban “El pringao de las rimas”.
Y ese apelativo hiriente colmó el vaso de su propia insatisfacción y Justino se dijo que era hora de bajar de las nubes para pegarse como una lapa a la realidad y relacionarse con gente real. Por eso se le ocurrió matricularse en los cursos de bricolaje y fontanería. Y ya va notando los beneficiosos efectos de utilizar el destornillador y la sierra, de medir con exactitud las dimensiones de las maderas con las que trabaja, de que los circuitos de las tuberías estén bien trazados y sin fisuras en las juntas, amén de compartir con sus compañeros las herramientas de trabajo.
Y ahora va camino del gimnasio con el dinero que sus padres le han dado, entusiasmados por la decisión del hijo de salir por fin de su burbuja, y allí podrá tonificar su cuerpo, desarrollar la musculatura, pero no para ser un mazaquote de músculos, una especie de increíble Hulk, sino para alcanzar fuerza y elasticidad, y seguro que se vuelve más activo y deja de procastinar, je je, y en el ejercicio diario descubrirá talentos ocultos para practicar algún deporte y después de unos años de duro entrenamiento irá a las Olimpiadas y ganará una medalla de oro, o dos, y a su regreso será vitoreado en el aeropuerto y en su ciudad, engalanada para recibirlo, y será portada en todos los periódicos, le entrevistarán en la radio y en la televisión, y cuando pasee por la calle le asaltarán para pedirle autógrafos y selfies, pero… ¡cuidado!, van a surgir aduladores que se arrimarán a él por mero interés personal y también haters, otra jodida palabra tristemente de moda, que irán a degüello, mirando con lupa cada uno de sus gestos, de sus palabras, y entre unos y otros le construirán una personalidad pública que no será la suya, y si un día su rendimiento no es el esperado, los mismos periodistas que lo encumbraron utilizarán ese lenguaje hiperbólico que tanto les gusta y hablarán de humillante derrota, de ridículo espantoso, de redes incendiadas por su rotundo fracaso…
Justino se queda paralizado a dos metros de la puerta del gimnasio como si de pronto hubiera echado raíces, pálido, sudando. Mira a izquierda y derecha, luego hacia arriba y allí, en la superficie azul del cielo, ve una nube que solo él puede ver.