HERNIA DE DISCO (I)

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Todo empezó con un dolor agudo en la parte superior del vientre, seguido de vómitos. Al principio no le di mucha importancia, pues pensé que se trataba de la astenia primaveral —a la que soy propenso—, que, aburrida de presentarse siempre con la misma cara, flaca y descolorida, me sorprendía esta vez con una entrada espectacular, pero que muy pronto el dolor cedería. Estaba equivocado. Tomé poleos y manzanillas de todas las clases y pastillas para los gases, e incluso recurrí a prácticas vergonzosas que carecían de rigor científico, como restregarme una especie de champiñón asiático por el abdomen, según recomendación de una prima de una amiga de una vecina del quinto piso. Solo cuando el padecimiento me resultó insoportable por su intensidad y frecuencia, y después de una gran bronca con Lola, mi mujer, que aludió con mucho retintín al valor del «sexo fuerte», acepté ir al médico del ambulatorio.

Me recibió una doctora sentada a una mesa, enfrascada en la contemplación de la pantalla de un ordenador. Era una mujer menuda, de expresión triste, aunque quizás solo era cansancio. Después de pedirme que me sentara, se aseguró de que mi nombre coincidía con el que aparecía en pantalla, y me miró por un instante, el tiempo justo para preguntarme por el motivo de mi visita. Luego, mientras describía mis síntomas, ella asentía con la cabeza tan pronto mirándome a los ojos como a la pantalla. Y como yo dejaba de hablar cada vez que ella dejaba de mirarme, me dijo por fin: “Continúe, continúe, que le escucho”.  Y seguí de mala gana, pues no me gusta hablar cuando no me miran a los ojos.

De pronto, me interrumpió en mitad de mi discurso, levantando la mano y frunciendo el morro como un ratón que venteara el aire.

—Un momento… —dijo—, aquí pone que a usted le amputaron la pierna derecha en el 98 —y se quedó esperando mi respuesta, con el gesto en vilo, como si hubiera encontrado por fin el rastro del queso.

—¿Una pierna? … ¿amputada?… Es un error.

—Pues aquí está escrito —dijo mirándome como si realmente yo le hubiera robado su queso.

No me gustó ese gesto de desconfianza, pero preferí tomarlo a broma.

—Pues estará escrito, pero mire… —y me levanté para marcarme un zapateao flamenco—. ¿Lo ve? Dos piernas.

Ella se incorporó sobre la mesa para observar mejor mis evoluciones, pero sin borrar esa expresión de incredulidad. Entonces ejecuté unos pasos de claqué a través de la consulta, remangándome los pantalones con las dos manos, como una folclórica su traje de faralaes, para mostrar mis pantorrillas blancas y peludas, sin trampa ni cartón, ni prótesis. La tensión de la duda se reflejaba en su rostro: ¿a quién había de creer?, se estaría preguntando, ¿a este tipo con el pantalón remangado y jadeando por el bailecito o al imperturbable y objetivo ordenador? Opté por quitarme los pantalones, pero, cuando ya estaba desabrochándome el cinturón, me dijo, con un gesto displicente de su mano, que no era necesario llegar a ese extremo.

—Le creo, le creo —gritó, aunque aún siguió durante unos segundos con la mirada fija en la pantalla, mordiéndose el dedo índice de la mano derecha, las cejas hacia arriba— Está bien, siéntese y volvamos a sus síntomas —dijo por fin.

—Sí, pero antes borre ese dato —le dije con firmeza. No quería, en el futuro, volver a pasar por ese ridículo trance.

—Lo borraré, no se preocupe, pero todo a su tiempo. Primero he de averiguar por qué aparece esta información aquí. Los ordenadores — soltó un risita —todavía no escriben solos, alguien ha tenido que hacerlo. Lo más probable es que al pasar su expediente al archivo en el disco duro, se haya cometido el error, aunque es extraño… ¿Seguro que usted no ha sufrido algún percance en esa pierna, por leve que haya sido?, porque no es lo mismo inventarse un dato que tergiversarlo.

Lancé un largo y profundo suspiro para que mi impaciencia se diluyera en él.

—Está bien, no se enfade, ya le he dicho que lo borraré. Pero no ahora. Requiere un proceso. Algunos datos están bajo clave. Y es bueno que así sea, para protegerlos de nuestra impericia, o para evitar que cualquiera los pueda manipular. ¿Comprende?

—Comprendo, pero no parece que dé buenos resultados, ¿no? Además, ustedes les prestan más atención a estos cacharros que a los propios pacientes.

—Tengo que reconocer que a veces tienen sus fallos, y que ahora que estamos sin enfermeras nos complican un tanto la vida. También es cierto, como usted dice, que pueden actuar de barrera entre el médico y el enfermo. Pero todo es acostumbrarse, y las ventajas son innumerables. Piense en cómo las bases de datos facilitan las estadísticas para luego realizar estudios que ayuden al Ministerio de Sanidad a tomar decisiones.

—Pues en las estadísticas de piernas amputadas ya hay un error, que yo sepa. Aunque usted me dirá que ese error es despreciable y en nada afecta a la media nacional de piernas amputadas.

 La doctora se rio francamente por primera vez.

—Le prometo que lo borraré, quédese tranquilo. Y ahora, por favor, siéntese y volvamos a al motivo de su consulta.

Repetí otra vez mis síntomas y respondí a sus preguntas: sí, tenía flatulencias, y a veces fiebre, y el dolor me llegaba hasta el brazo o el hombro; la orina era negra y las heces blanquecinas. Luego la doctora miró a la pantalla, dubitativa, como si le pidiera disculpas, sonriendo, quizás dándole a entender que la separación apenas iba a durar unos segundos, que no se impacientara. Por fin, se levantó, me pidió que me abriera la camisa y que me tumbara en la camilla. Mientras palpaba mi abdomen asentía con la cabeza. Después me miró el blanco de los ojos. “Puede vestirse”, dijo, y volvió a su silla. Yo juraría que al sentarse dio una palmadita de afecto al ordenador por haberle hecho esperar,

—Todo parece indicar que es la vesícula. Vamos a hacerle una ecografía para asegurarnos. Probablemente baste con una litotricia.

¿Litotricia? No soy un hombre muy culto pero sé que “litos” significa piedra. A poco que hubiera pensado, me habría sido fácil descifrar el sentido de aquella palabra, pero cuando uno va al médico, y más si se es aprensivo como yo, retorna a un estado de infantilismo supremo y concede al médico la categoría de padre todopoderoso.

—Lito… ¿qué? —dije.

—Es una técnica que, utilizando ondas de choque, rompe las piedras de la vesícula. Nada, muy sencilla.

Sí, muy sencilla, pero aquellas palabras: ondas, choque, rompe, piedras, me recordaban las obras en un edificio. En este caso, era mi edificio, tal vez ya con goteras y grietas, pero mío al fin, mi morada desde que vine al mundo. Y ya se sabe, se empieza por un tabique de nada y se acaba con la demolición del edificio entero. Empecé a sudar copiosamente, y ya no quise preguntar más. Tomé sin rechistar el volante para la ecografía —que había escupido la impresora conectada al ordenador—, una hoja con recomendaciones dietéticas, y salí de la consulta farfullando un “buenas tardes” lastimero que la doctora me devolvió mirando fijamente a los ojos extraplanos y cristalíquidos de su ordenador.

De vuelta a casa, a pesar de las explicaciones de la doctora, fui pensando en un tumor maligno devorando ya todo el cuerpo, apenas unos días de vida, ¡qué digo días!: horas, minutos, segundos.

—Ni que hubieras visto un fantasma —me dijo Lola cuando me vio aparecer por la puerta, pálido y encorvado.

—Como que tengo una litotricia —dije.

CONTINUARÁ…

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