La rebelión de los personajes

Sherlock Holmes foto Eloy

Los escritores, que son muy dados a hacer literatura de la propia literatura, dicen que en ocasiones sus personajes se les “rebelan”, que se oponen al destino que ellos como creadores les quieren trazar. Dicho así parece que tal afirmación esconde un asunto de brujería, que por un acto de magia los personajes cobran vida y la viven a su antojo. En realidad el asunto no tiene mucha enjundia, pues el escritor no puede desdecirse de ese personaje que ha ido creando desde el momento en que la página en blanco dejó de serlo. Palabra a palabra, línea a línea, el escritor va construyendo su personaje, dotándole de una determinada personalidad, con todo lo que ello supone: emociones, sentimientos, actitudes, motivaciones… De tal forma que el escritor, para que su obra resulte coherente y verosímil (no confundir verdad con verosimilitud, ni lo verosímil en la realidad con lo verosímil en una obra de ficción), deberá adecuarse a esa personalidad a la que ha ido dando forma.

Así, por ejemplo, si un día el escritor se levanta profundamente deprimido porque su equipo de fútbol ha perdido la final de copa contra el eterno rival por tercera vez consecutiva, por un penalti injusto, y no puede evitar que este estado de ánimo suyo contamine la escritura y decide que su personaje, un tipo de temperamento luchador, optimista y sin razón aparente para no querer vivir, se arroje a la calle desde el balcón, no será de extrañar que este se aferre a la barandilla cual simio en rama y le pida al escritor que sea él quien o bien se lance al vacío o cambie de equipo. Y si pese a los ruegos del personaje el escritor sigue emperrado en rematarlo, debería volver atrás en la escritura y reescribir el texto para que su comportamiento no resulte tan arbitrario como el penalti que causó la depresión del escritor. De no hacerlo así, además de matar al personaje, matará al lector.

Un caso ejemplar de a dónde puede llegar la rebeldía de un personaje, lo tenemos en Sherlock Holmes. Es de sobra conocido que muy pronto los lectores se entusiasmaron con tan peculiar y perspicaz detective, y que su figura pasó a formar parte del imaginario colectivo. La publicación de sus aventuras se recibía con gran expectación. Así las cosas, es de suponer que Arthur Conan Doyle, su creador, se sentiría muy satisfecho al ver el éxito de ese personaje nacido de su ingenio. Y así fue al principio, pero luego, poco a poco, esa alegría se fue transformando en malestar, pues pensaba que la fama de Sherlock eclipsaba todas sus otras obras, de mayor mérito literario para el propio Arthur.

Un día, muy harto de la omnipresencia de Sherlock y celoso del fervor que el público le profesaba, decidió Arthur matar a su personaje para que dejara de hacerle sombra, una sombra que se iba agrandando y lo dejaba a él cada vez más en la penumbra. Sí, lo mataría, estaba decidido, pero ¿cómo y dónde? Entonces recordó un lugar al que había ido de excursión no hacía mucho tiempo, y le pareció muy apropiado: las cataratas de Reichenbach, en las afueras de Meiregen, un pueblo de Suiza. Ahora solo faltaba idear la forma de llevarlo a cabo. Y enseguida le vino la imagen de la escena del final: Sherlock lucharía a muerte con alguien que encarnara el mal, y quién mejor que su eterno enemigo, el profesor Moriarty, un superdotado intelectual como él, pero inclinado al crimen. Lucharían los dos al borde del abismo y caerían a ese vacío de doscientos cincuenta metros, y el agua los arrastraría hacía la nada.

Fue el propio Sherlock quien, sin percatarse de las intenciones de Arthur, le escribió una carta al doctor Watson informándole de que iba a perseguir a Moriarty hasta aquel lugar. Luego, cuando Watson llegó a las cataratas, solo encontró el rastro de unas pisadas que se perdían al llegar al precipicio, y no pudo hacer otra cosa que dar por muerto a Sherlock. El título de ese último relato era “La aventura del problema final”.

Pero con lo que no contó Arthur fue con la reacción de los lectores, que protestaron airadamente, por carta y en la calle, frente a su casa y frente a la editorial, con súplicas, pero también con amenazas e insultos. Pedían la resurrección de Sherlock. Entre esos lectores defraudados se encontraban la propia madre de Arthur y el editor de sus relatos, que vio cómo descendían las ventas de la revista donde se publicaban las aventuras de Sherlock. Algunos de esos lectores llegaron a pasearse con crespones negros en el sombrero en señal de luto.

Durante un largo tiempo Arthur se resistió a las presiones, hasta que publicó “El sabueso de los Baskerville”, también protagonizada por Sherlock Holmes, pero no porque el detective hubiera surgido de entre los muertos, sino porque Arthur situó temporalmente la obra en un tiempo anterior a la muerte de Sherlock. Y aunque la novela tuvo un gran éxito, esta solución no contentó a los seguidores del detective, que seguían pidiendo su vuelta a la vida.  Finalmente, sir Arhtur ­—lucía ese título desde los cuarenta y tres años— cedió a las presiones del público y Sherlock Holmes reaparecía en el relato titulado “La casa vacía”. Sherlock había luchado con Moriarty al borde del acantilado, pero solo Moriarty cayó al abismo. Luego, Sherlock se había escondido para luchar desde el anonimato contra los jefes de los bajos fondos de Londres, que lo creían muerto. Y un día, por fin, se presentó ante un sorprendido y emocionado Watson.

Hasta aquí la historia oficial. Lo que nadie sabe es que al llegar a los setenta y un años, quizá por esa tendencia de los ancianos a revisar el pasado y estimularse con viejos rencores, sir Arthur empezó de nuevo a rumiar la forma de eliminar a Sherlock. Esta vez por el único placer de la venganza. Y no iba a ser una muerte honorable, ni épica, sino que moriría de una forma vulgar, incluso cómica, quizá se cayera por el hueco de una alcantarilla abierta mientras absorto en sus deducciones paseaba de noche por una oscura calle de Londres, o se metería el arco del violín por un ojo mientras apasionadamente interpretaba una pieza bajo los efectos de una fuerte dosis de cocaína, a la que era adicto…

Pero ignoraba sir Arthur que Sherlock, esta vez, había advertido sus intenciones. De hecho, su soberbia de escritor le había impedido ver que en ocasiones, cuando se hallaba seco de ideas, era Sherlock quien tomaba el control de la escritura y le guiaba la mano. Y ahora Sherlock no estaba dispuesto a dejarse matar de nuevo, ni ridícula ni honorablemente. Sabía que su muerte en nada iba a afectar a la fama adquirida, que seguiría vivo en el recuerdo de los lectores y que generaciones futuras leerían probablemente sus hazañas, pero, aun así, no quería que sus lectores pudieran decir “Sherlock Holmes murió”.

Aquella misma tarde, antes de que sir Arhtur adivinara también sus intenciones, Sherlock entró en su laboratorio para preparar un veneno insípido, inodoro y de rápida acción. Como era experto en química, no le llevó mucho tiempo. Luego salió de ese ignoto lugar en donde habitan los hijos de la fantasía y apareció como por ensalmo en la sala donde acostumbraba a reposar el escritor. Sir Arthur se había quedado dormido en su sillón de orejeras, con un libro sobre espiritismo entre las manos —una de sus grandes aficiones-. En la mesita humeaba aún una taza de té. Sherlock vertió en ella una buena dosis del veneno y lo removió con la cucharilla. Luego, durante unos segundos se quedó mirando la cara abotagada del escritor, tenía la boca abierta y parecía respirar con dificultad, con ronquidos espaciados y silbantes. ¿Cómo era posible que aquel individuo fuera su creador?, se preguntó antes de regresar al mundo de la ficción, sin mirar atrás, sin remordimientos.

Ya avanzada la tarde, una sirvienta encontró sobre la alfombra el cuerpo de sir Arthur. Estaba boca arriba, con las manos aferradas a la camisa abierta y el rictus de la cara congelado en un espasmo. El médico que rellenó el parte de defunción certificó paro cardíaco.

Esta es la historia que no viene en los libros, y tú te preguntarás cómo he llegado a tener conocimiento de ella. Te lo diré, pues al contrario de lo que sucede en los relatos del detective, no tiene ningún misterio: fue el propio Sherlock quien me lo confesó, una tarde en que vino a visitarme y se le fue la mano con la cocaína.

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