Días de confinamiento IV: 50 días d.C.

Coronavirus

50 días d.C.

Durante estas semanas de confinamiento he oído las voces y he visto las caras de mis hijos y nietos más veces que en todo el año pasado, pero no me gustan las videoconferencias. Parecemos peces pegados al cristal de una pecera, boqueando. Además, por el desgaste que supone estar en cuarentena, cada día nos parecemos más a los retratos de los delincuentes que cuelgan en las comisarías, solo nos falta ponernos de perfil. El peor retrato, el mío. Se me descuelgan los párpados, se columpian las ojeras, los pómulos desescalan. No puedo engañar a la cámara: lo que veo es lo que es, lo que soy. Pero no me rindo: hay que defender la Alegría.

Harto de comer solo, he recuperado mi antigua afición a hacer teatro desdoblándome en distintas personalidades. Uno de mis yoes es el comensal; otro, el camarero que me sirve la comida. Hoy, como cada día, he entrado en la cocina-restaurante y he preguntado qué hay de comer. Me respondo que macarrones o arroz a la cubana. Me decido por el arroz a la cubana y a la media hora vengo con el arroz y los huevos fritos, todo frío, y kétchup en lugar de tomate. Me quejo y pido que venga el maitre. Viene el maitre, que también soy yo. Me pido disculpas —al chef (yo) se le va el santo al cielo— y rehúso darme la cuenta. Para compensarme me regalo una tableta de chocolate, guiñándome un ojo porque el médico me lo tiene prohibido. Cuando voy a pedir el postre, llaman a la puerta.

Es el vecino. Me trae torrijas en un plato. Viste con un chándal-pijama, babuchas moriscas, mascarilla y guantes. Me entra la risa, y para que no se ofenda le digo que estaba acordándome de un chiste. Pero luego, como soy un bocazas, le pregunto si no cree que las torrijas también deberían llevar mascarillas, o turbante. Se da media vuelta dejándome a solas con las torrijas desenmascaradas. Es un buen tipo —es él quien me hace la compra—, se le pasará el enfado.

Las torrijas están buenísimas, pero descubro que una mosca se ha colado en casa y merodea en torno al almíbar. A mí, antes del coronavirus (a.C.), la llegada de una mosca era solo un leve incordio que espantaba con la mano. Pero ahora, esa presencia negra y aleteante me supone un reto intelectual: ¿Será portadora del virus? ¿Tengo que protegerme de ella? ¿Qué hace una mosca sola en mi casa? ¿Es una mosca antisocial o viene en avanzadilla para inspeccionar el terreno? Y entonces ella, para ilustrar el dicho de “tener la mosca detrás de la oreja”, se me pone a zumbar alrededor del sonotone, como para dar respuesta a mis preguntas. Una pena no conocer su idioma. Aun así, me deja intranquilo. Algo va a pasar.

Y lo que pasa es que vuelven a llamar a la puerta. Son unos tipos con ojos alucinados y sonrisa bobalicona que no sé a qué coño viene. Les pregunto qué hacen sin mascarillas. Me dicen que, como está próximo el fin del mundo, lo de las mascarillas es inútil y que, como soy persona de alto riesgo por mi edad, vienen para ayudarme a reflexionar acerca del verdadero sentido de la vida y de la muerte. Les digo que esa cantinela del fin del mundo ya se la he oído muchas veces a otros tipos como ellos, clones suyos, y que a la vista de los hechos está claro que nunca aciertan. Y que prefiero morir antes que oír uno de sus sermones. Les doy dos de las torrijas que me ha traído el vecino. “Donde esté una torrija que se quite el Más Allá”, les digo antes de cerrar la puerta. Me froto las manos, divertido, pues seguro que les he creado un conflicto de conciencia y bajarán en el ascensor con la duda en forma de torrija.

A los pocos segundos ya no sé si lo que acabo de contar fue real o una alucinación. Voy a la cocina y compruebo que solo faltan las torrijas que yo me he comido. Luego ha sido una alucinación. Últimamente confundo la realidad con la ficción. No me preocupa. Así debe de estar todo el mundo, preguntándose si lo que están viviendo no es un sueño del que esperan despertar.

Lo de las ocho de la tarde parece real. Me sumo a los merecidos aplausos a los sanitarios desde los balcones y ventanas. Suenan al unísono el “Himno de España” y “Resistiré”. Algunos despistados hacen sonar cacerolas, no sé si se han adelantado o retrasado, pues en las agendas hay caceroladas de protesta a las siete y a las nueve, de momento. En algún balcón ya ha empezado a oírse Dale a tu cuerpo alegría Macarena, ayyyy…, y supongo que muy pronto sonará “El rock de la cárcel”, ¿o era del manicomio? Somos muy divertidos. La fauna humana. Cuando abran las jaulas del zoo, saldremos en estampida. El que pueda, porque yo, con mi artrosis y mi bastón, estoy para pocas estampidas.

A propósito de los aplausos, ahora que me he vuelto más reflexivo, me da por imaginar que esta costumbre de aplaudir a las ocho de la tarde se mantiene en el tiempo, pero olvidado ya el motivo que la originó, y que las generaciones futuras dirán: “No sé de dónde viene esto de aplaudir a las ocho, pero forma parte de nuestra tradición”, ese falaz argumento para defender lo indefendible (“¿Que por qué tiramos una cabra desde el campanario? Pues porque es nuestra tradición, y las tradiciones hay que mantenerlas. ¡Vaya pregunta!, no te jode el progre”. Sea como sea, no estaría mal aplaudir a las ocho de la tarde, eternamente. Mucho mejor eso que arrojar cabras desde el balcón.

Os cuento todo esto porque a la familia no podría contárselo. Me tomarían por loco. Ahora tengo que dejaros. Me esperan en la pecera. Es la hora.

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