La donante

DONANTE

La mujer que llevo en la camilla se llama Jacinta. Es un nombre de otra época. No creo que queden muchas Jacintas en España. Las que aún vivan tendrán casi todas los noventa años de esta mujer, año arriba año abajo. Fue su hijo quien la trajo. Un hombretón asustado que parecía empequeñecerse por momentos, consolado él por su madre. “Ánimo, Toñín, no te me vengas abajo”, le dijo Jacinta a su niño de casi dos metros. Fue un trago el verlos despedirse. Siempre lo es, porque a la edad de Jacinta es probable que no vuelvan a verse nunca más, prohibidas como están las visitas por este jodido virus que va de boca en boca como un rumor mortal que viajara a velocidades de vértigo. Pero Jacinta parece ajena al miedo. Es más, se diría que no le disgusta estar aquí. “Qué bien. Cuánta gente”, ha dicho al ver el follón que tenemos montado en este escenario que recuerda a los hospitales de campaña de las películas de guerra, o de esas futuristas que auguran una pandemia, ahora hecha realidad.

En el rostro ajado de Jacinta, surcado por gruesas arrugas, anidan unos ojos luminosos, como de niña traviesa, que todo lo miran. Y, mientras esperamos a entrar en la UCI, no para de hablar, a pesar de su torpe respiración, de la tos que le corta las frases. Le pido que no se esfuerce, pero en unos minutos me hace un resumen de su vida: la guerra civil cuando era una niña, las privaciones de la posguerra, el frío, las cartillas de racionamiento, el hambre, el no poder ir al colegio para al menos aprender a leer y a escribir, su trabajo limpiando casas, el matrimonio, la emigración a Alemania, dos hijos que han ido a la universidad, que bien que les costó sacarlos adelante a ella y a su marido, Antonio, que murió hace diez años. “Vivo sola porque es mi deseo. Mi hija me pide que me vaya con ellos. Pero no quiero ser un estorbo para el matrimonio y mis dos nietos, yo me apaño sola”. No hay tristeza ni rabia en sus palabras. Ni siquiera nostalgia.

Ay, Jacinta, cuánto admiro a tu generación —me gustaría decirle—. A ver si le sacamos algo bueno a esta epidemia y decidimos parecernos un poco más a vosotros, con vuestra fortaleza y tesón, y nos volvemos más solidarios y humanos, y sobre todo más sabios. Aunque, no sé, igual no aprendemos nada, o nos dura dos días, y nos volvemos más gilipollas todavía y nos empeñamos en ganar más y más dinero para tener casas como campos de fútbol con búnkeres soterrados para defendernos de los virus, de las armas nucleares y, ya puestos, de los extraterrestres; cada uno en su casita, con miras telescópicas y vallas electrificadas, y las naciones amuralladas como ciudades medievales. En fin, me voy a callar, porque empiezo y no paro.

Jacinta, como si adivinara mis pensamientos, acaricia mi mano enguantada y me dice que no esté tan serio, que no puede verme la boca con esta mascarilla que llevo, como de atracador —se ríe—, pero sí los ojos y el ceño fruncido, que sonría, porque todo pasará. Y llega nuestro turno, y los sanitarios se despliegan en torno a Jacinta, que parece encantada, aun con su tos y la falta de aire, encantada de las atenciones y de la amabilidad y cariño que todos le prodigan. Y entonces, en el momento en que una de las enfermeras va a ponerle un respirador, Jacinta levanta su mano deforme, el dedo índice apuntando tembloroso al aparato, para decir: “No quiero eso. No hay para todos”. “¿Y cómo sabes tú que no hay para todos, Jacinta?”, le pregunto. “Porque lo he oído en el telediario. Soy muy vieja, pero no estoy ni tonta ni sorda”. “Tienes que ponértelo. Lo necesitas”, insiste la enfermera. Y Jacinta, sin dramatismo, como si en lugar de entregar su vida por la de otro estuviera cediendo el turno en la carnicería, le responde: “Dáselo a alguien más joven. He tenido una buena vida”, y sus ojos de niña brillan, creo que de felicidad.

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