Yo me entiendo

Mujer en camino con maleta

Siempre que nos reunimos las mujeres de la familia, evocamos el espíritu de la tía Leonor. Y no es que hagamos sesiones de espiritismo para entrar en contacto con el más allá y hablar con esa mujer que no conocimos en vida, sino que entre todas repasamos las anécdotas que nos ha dejado el legado familiar.

Se cuenta que, ya en la cuna, de la manita cerrada de Leonor se salvaba enhiesto el dedo corazón, y que su padre, al ver ese puñito unicornio, decía “Esta niña…”, y dejaba en el aire los puntos suspensivos, como si presagiara un quebradero de cabeza con el destino de aquella bebé, la pequeña tan deseada, la única niña de cinco hijos.

Y lo fue, un quebradero de cabeza para aquellas cabezas monolíticas de una época y un entorno. Pues desde muy temprano se rebeló Leonor contra el color rosa con que querían teñir su vida, y renegó de lacitos y zapatitos de charol. Se quitaba los lazos como quien rabiosamente se desprende de una soga que le oprime el cuello. Prefería ponerse los pantalones de sus hermanos y subirse a los árboles, para luego ensalivarse las heridas que le hacían las ramas, con el regusto de los combatientes.

Su madre, para poner fin a esos gestos que se suponían reservados a los varones, intentó en vano enseñarle a bordar flores de pitiminí en una tela sobre un bastidor, y le leía poesías: Del salón en el ángulo oscuro, de su dueña tal vez olvidada, silenciosa y cubierta de polvo veíase el arpa... Cosas así, y también relatos de muchachas pródigas en suspiros y desmayos, que anhelaban la llegada de un hombre inverosímil.

Una noche, a través del resquicio de la puerta entornada de su habitación, descubrió la madre a Leonor escribiendo en un cuaderno, a la luz de una vela. Era tal su ensimismamiento que la madre creyó que por fin en la niña, gracias a las lecturas que ella le propinaba, empezaba a despertarse el alma femenina, delicada y servicial. Pero al día siguiente descubrió que en el cuaderno no había poesías, ni trascendentales pensamientos, ni pétalos de rosas entre sus páginas, sino el dibujo de un artilugio que Leonor se había inventado para cazar ranas, y allí pudo ver, en una especie de rudimentaria y roma guillotina, a una pobre rana con la lengua fuera y los ojos aún más saltones de lo que le correspondían a los miembros de su especie. Y es que, tenemos que decirlo, a Leonor, antes de que se le despertara el amor por la naturaleza, el respeto por todos los seres vivos, antes de que viera en cada animal sometido el sometimiento de la mujer, le gustaba cazar ranas y atizarles a los pájaros con el tirachinas. Y en esto, como en tantas otras cosas que se les adjudicaba a los chicos, era la mejor de los hermanos.

Así crecía Leonor, y pensaban los padres que qué mala suerte, la única hija y les había salido chicazo, y en la misa de los domingos rezaban a la Virgen y a todos los santos para que enderezara los instintos de Leonor por los caminos de la normalidad. Y estos celestiales espíritus debieron escuchar esas plegarias, pues, al llegar a la adolescencia, alguien contó que había visto a Leonor bajo la copa de un árbol, cogiendo por el gaznate al pazguato del hijo del médico, para endiñarle un beso en todos los morros, a lo cual el zagal respondió, luego de dar un recatado respingo, con una veloz carrera para escapar de aquella osada y endemoniada joven. Un beso que fue agrandándose, adoptando múltiples formas en las mentes calenturientas de los que daban pábulo a los rumores que circulaban por el pueblo, hasta alcanzar las dimensiones de “Quizá nos hemos pasado con las oraciones. Hay que casar a la niña, frenar las habladurías y, sobre todo, frenarla a ella”.

Leonor no se casó con el hijo del médico. Tampoco con el hijo del notario, quien, según expresión de la época, la pretendía con la conformidad de ambas familias. Era un buen partido el mozo, pero ya desde niños a Leonor le parecía un solemne pelmazo, un notario en miniatura que miraba la vida desde la orilla, dando fe de todo cuando ocurría pero sin mojarse, tan formalito él. “No quiero ningún arpa en ningún oscuro rincón”, le dijo Leonor a su madre ante la insistencia de esta para que le diera una oportunidad al joven. “Pero ¿qué arpa ni qué niño muerto? ¿Qué oscuro rincón? ¿Estás tonta, niña? Para vestir santos que te vas a quedar”, se enfadó la madre. “Yo me entiendo”, fue todo lo que dijo Leonor , dejando zanjado el asunto. Y ese “Yo me entiendo” es el lema que las mujeres de la familia hemos adoptado para cuando se nos pide explicaciones que no debemos o no queremos dar. “Yo me entiendo” y punto, decimos, ¿acaso hace falta algo más?

Un día de febrero, con los almendros en flor y la mayoría de edad ya cumplida, Leonor informó a la familia de que tenía unos ahorros y se iba del pueblo. Que quería encontrar su camino, y el camino solo se encontraba andando, que ya vería ella adónde la llevaba, que no se lo dieran trazado. Se cuenta que la vieron marchar con una pequeña maleta en la mano, y que el padre pudo al fin acabar aquella frase que siempre dejaba en el aire: “Esta niña… es una gran mujer”, dicen que dijo. Y a nosotras, las mujeres de la familia, nos gusta imaginarla en el camino, enfrentándose a las adversidades que le salen al paso, riéndose, con la mano cerrada y el dedo corazón apuntando al cielo.

 

 

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