Mujeres: retrato en sepia

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Cuando pienso en las mujeres de mi infancia, la primera imagen que me viene a la memoria es la de mi abuela paterna, Sofía, haciéndose el moño. Cada mañana la veía sentarse a la mesa del comedor con una palangana con agua, apoyar un espejo sobre un rústico florero y trajinar frente a él cepillándose el pelo y haciendo toda suerte de malabarismos con las horquillas, con una expresión de niña traviesa cuando se las ponía en la boca. Eran los únicos momentos en que yo la veía con el pelo suelto, que le llegaba hasta más abajo de los hombros, y parecía transformarse en otra persona, con la belleza ya ajada, pero más joven, más pícara. Entonces me parecía imposible que toda aquella melena se escondiera hábilmente sobre el cráneo. La abuela hacía magia con sus cenicientos y a la vez amarillos cabellos, tan amarillos en algunas partes que durante mucho tiempo, por similitud con los dedos del abuelo, imaginé que la abuela era también una fumadora empedernida, y que en algún momento que yo no podía ver, grandes humaredas le salían por la boca, nariz y orejas, para teñir su pelo. El mismo ritual, aunque en sentido inverso, se repetía por las noches cuando me iba a la cama.

Entonces no sabía explicar lo que sentía, pero, en esa urdimbre que va tejiendo la memoria con lo retales de la vida, el moño de la abuela ha pasado a ser el elemento mágico entorno al cual la familia recibía la energía vital. Como si con ese movimiento de hacer y deshacer el moño, la abuela estuviera dándole cuerda a la vida para que no se detuviera o, en el barullo de la casa, saltara hecha pedazos. Porque en la casa, además de los abuelos, Millán y Sofía, que eran los propietarios, vivíamos Antonia y Micaela, hermanas de mi abuela, mis padres, mi tía Margarita, joven hermana de mi padre, mis dos hermanas y yo.

Mi madre era la advenediza, la que vivía en una casa que no era suya, la ama de casa sin casa que tenía que someterse a las sutiles pero firmes órdenes de la abuela. “La de veces que tuve que aguantarme, morderme la lengua”, me explicaba cuando tuvimos piso propio y yo era un adolescente. Micaela y Antonia eran las solteronas de la familia, ofensivo adjetivo con el que se señalaba a las mujeres que no alcanzaban la meta del matrimonio, habituales asistentas remuneradas con cobijo en el hogar de la hermana casada. Micaela había tenido un novio en su juventud, pero antes de la boda lo atropelló un camión y Micaela se mantuvo eternamente fiel al espíritu de aquel novio perdido. Antonia, simplemente, como si estuviera inscrito en su genética, se puso al servicio de Sofía. Margarita, ya de otra generación, trabajaba en una fábrica de bolsos, y con su sueldo ayudaba a la economía familiar. Las tardes de los domingos salía a pasear con las amigas para estar de vuelta a las diez en punto. A las diez menos cinco ya estaba el abuelo mirando su reloj, asomado a la ventana.

La vida transcurría tranquila. Pocas mujeres he conocido, a pesar de sus vidas truncadas, al servicio de los otros, más alegres que Antonia y Micaela. Ellas dos y mi abuela –mi madre no tanto- sonreían y cantaban todo el tiempo, aun cuando se enfadaran, y a mis hermanas y a mí nos daban abundantes besos sonoros y húmedos, que yo me limpiaba con disimulo. También mi abuelo, un apuesto guardia civil a pesar de la edad (lo atestiguan las fotos, no mi memoria interesada), sonreía bajo el tricornio acharolado que dejaba probarme de vez en cuando, y si alguna ruda autoridad había en él, la dejaba fuera de la casa.

Pero entonces, como en los cuentos felices que dejan de serlo, a nuestras vidas llegó el ogro malo en una forma que entonces yo no acerté a comprender. Sucedió que la tía Margarita, deshojándose a sí misma, se dijo que SÍ, que aquel hombre, separado de su mujer y de quien nadie hasta entonces tenía noticia, la quería tanto como ella a él. Y Margarita se tuvo que ir de casa. Era una deshonra para la familia. Mi abuelo y mi padre, velando por la dignidad familiar, prohibieron hablar de ella y retiraron sus fotos de las paredes y repisas. Al poco tiempo mi abuelo, envejecido prematuramente, se jubiló y, avergonzado, ya nunca más volvió al bar para echar la partida con los amigos. Las mujeres de la casa, sin dejar de lamentar el destino de Margarita (un destino que el tiempo convertiría en bueno, con dos hijos y una relación feliz y duradera), se saltaron el decreto de los hombres de no ir a visitarla, y el abuelo y mi padre, aun esclavos de unas convicciones en las que quizá no creían, toleraban e incluso alentaban, mirando para otro lado como estatuas de dignidad, esas compasivas excursiones que las mujeres, en turnos de dos, realizaban a la nueva casa de Margarita.

De todo esto me fui enterando pasados los años, y pude al fin hilar un relato completo con aquellas frases sueltas que entonces dejaban escapar: ¡qué vergüenza!… ¡y con un hombre casado!… no eres mi hija… Aunque ya en aquel tiempo remoto, el niño que yo era intuyó que nada volvería a ser igual en la casa. Fue una mañana, al levantarme. El abuelo y mi padre se habían ido a trabajar. Antonia, Micaela y mis hermanas preparaban los desayunos en la cocina, en un silencio espeso, como si temieran despertar a alguien cuando ya nadie dormía. En la mesa del comedor, ni rastro del ritual de la palangana y el espejo. “Tu abuela y tu madre están en el cuarto de baño”, me dijo Micaela a punto de llorar, con una gravedad que solo entendí cuando, al acercarme a la puerta cerrada, pude oír el afanoso y triste chas chas de unas tijeras.

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