“Prisa no hay, tarde no es: para qué correr pues”. Este era el lema favorito de mi abuelo, y lo ponía en práctica en toda circunstancia y lugar. Cada acto que realizaba, por habitual que fuera, como liarse un cigarrillo, parecía recién estrenado, siempre con la entrega y parsimonia de los aprendices. Y es que decía que la mejor manera de mantenerse joven y con ilusión es vivir la vida con lentitud, como si de cada uno de nuestros gestos dependiera el destino del mundo. Para ello nada mejor, añadía, que contarnos la vida con “palabras lentas”. De ahí esa manía suya de no responder nunca con un SÍ o un NO, que, según él, eran “palabras rápidas”, tan rotundas como los hechos consumados. Prefería “casi sí” o “casi mejor que no” y “quizás”, o “tal vez”, o “ya veremos”. Mi abuelo decía “creo que me voy a ir yendo” cuando nos hacía una visita, y todos sabíamos que aún faltaban un par de horas para su marcha. Luego, ya en la calle, parecía caminar sin rumbo fijo, pues más que andar… mi abuelo merodeaba.
Cuando yo le ponía reparos a su teoría, él me aseguraba que las prisas matan la ternura, y que sin ternura no hay sentimientos, y sin sentimientos la vida no es verdadera vida. Lo cierto es que murió a los cien años. A veces me lo imagino ya cansado de tanto vagar, con sus cien años a cuestas, rascándose la cabeza, mirando al cielo y diciendo: “Casi mejor me voy a ir muriendo”.
Me encanta 🙂
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Gracias
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