No tenía noticias de que hubiese existido una ciudad romana con el nombre de OSTIA Antica, famosa por su puerto en la desembocadura del río Tíber. Tampoco sabía que OSTIA era sinónimo de “OSTRA”, el molusco, y por eso no me imaginaba pidiéndole al pescadero una docena de ricas ostias, y que por tal pedantería pudiera salir yo mal parado tanto en lo físico como en lo económico.
Por tanto, solo conocía dos tipos de hostias, a las cuales suponía con diferente ortografía. La HOSTIA que te atizan o te das y la OSTIA que te ofrecen en la comunión. Creo que gran parte de culpa la tenía el cura párroco don Cosme, quien, además de atemorizarnos con el fuego eterno del infierno, nos surtía de hostias de los dos tipos. Y, claro, yo pensaba que había que diferenciarlas para no confundir lo material con lo espiritual.
No sé por qué elegí OSTIA sin “h” para la “»hoja redonda y delgada de pan ácimo, que se consagra en la misa y con la que se comulga», según definición del diccionario de la RAE. Quizá fue por la similitud entre la redonda “o” y la oblea, y también por la forma que adopta la boca para recibirla. En cambio, la “h” al principio de hostia, con esa forma que tiene de rodilla al frente en desfile prusiano, parece que va dando marciales puntapiés a la redonda “o”, hostigándola, hostiándola.
Cuando me enteré de que las dos hostias se escriben con “h”, me llevé una gran decepción: la ortografía no diferenciaba lo terrenal de lo celestial, como yo en un principio había creído. Pero luego recordé que la evangelización de las Américas se había realizado dando “ostias” a base de hostias, y pensé que tiene su lógica: no hay razón para diferenciarlas.
El lenguaje es la hostia.