Mi nariz tiene ahora el perfil de las esculturas griegas. Mis pómulos están ligeramente marcados, como réplicas en miniatura de mis pechos de silicona. En mis labios carnosos late eternamente la semilla de un beso. Las manos de un hombre pueden abarcar mi cintura y luego deslizarse sin titubeos por mis esbeltas piernas, ya sin varices ni celulitis. Soy realmente una mujer nueva. Sólo falta que, en las líneas de mis manos, el cirujano me trace un nuevo destino.