
El año en que el ministro de Información y Turismo, don Manuel Fraga Iribarne, metió su culo de cachalote en las aguas del mar de mi pueblo, Palomares, yo era ya un niño obsesionado con las películas del Oeste, afición que se me había despertado asistiendo con mi padre al desierto de Tabernas, a unos sesenta kilómetros de Palomares, lugar de moda tras convertirse en un enorme estudio cinematográfico donde se rodaban cantidad de westerns. Entonces, mi gran sueño era convertirme en especialista de cine y realizar todas las acrobacias que ellos realizaban con pasmosa agilidad: encaramarme a lo alto de una veloz diligencia desde un caballo al galope; caer por la pendiente de una montaña con la facilidad de un canto rodado, arrojarme desde el primer piso de la cantina para destrozar la mesa donde los fulleros tahúres desplumaban a los incautos…
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