Penélope liberada

Te cuento que una vez más estoy sentada frente al telar, destejiendo de noche lo que tejo durante el día, mientras espero la improbable llegada de Ulises, mi marido, rey de Ítaca, que hace años partió para luchar contra los troyanos y todavía no ha regresado. Es el sudario para mi suegro, Laertes, lo que estoy tejiendo. Hasta que no lo acabe, no elegiré a uno de los múltiples pretendientes que invadieron y habitan mi palacio, y que ya dan por muerto a Ulises. Así que no es por falta de cordura este trajín que me traigo de tejer y destejer, es la artimaña con que contengo a esos hombres de lujuriosa y ambiciosa mirada, impacientes por ocupar el lugar de Ulises en mi lecho y en el trono de Ítaca, antes de que Telémaco, nuestro hijo, alcance la mayoría de edad.

Aunque todo esto tú ya lo sabes, como sabes que los hilos del tiempo no se pueden cortar y sucederá lo que tiene que suceder. Porque, inevitablemente, formo parte del mito, y si bien existen diferentes versiones —en algunas salgo muy mal parada, como intrigante seductora e infiel, repudiada o muerta a manos del propio Ulises—, es esta en la que me muestro como símbolo de la fidelidad conyugal la que ha tenido mayor fortuna. La versión de una Penélope abnegada que durante veinte años espera a su marido, defendiendo con astucia su fidelidad, es la que se repite y se repetirá de generación en generación si no lo remedio.

¿Por qué remediarlo?, te preguntarás. Porque no soporto más esa imagen de resignación frente al telar, el ser símbolo de la boba fidelidad, mientras Ulises, con la excusa de que vuelve de la guerra, vive en continua aventura. Y es que está escrito que regresará a Ítaca, no con el relato de que es hecho prisionero en la batalla y, pasados veinte años, consigue por fin escapar, sino con el relato de una sucesión de peripecias propiciadas por los dioses, a modo de pruebas que, ¡OH!, nuestro héroe ha de superar: el gigante de un solo ojo que quiere comérselos, a él y a su tripulación; monstruos marinos flanqueando el estrecho por donde han de pasar; sirenas cantarinas que con su canto… En fin, ya sabes que la perversa y sádica imaginación de los dioses no tiene límites. Pero nada dirá mi taimado marido del placer que sintió en brazos de sus amantes: de la ninfa Calipso, de Circe la hechicera… Que si sé de su existencia, no es por lo que Ulises me cuenta, sino porque los que habitamos el mito estamos condenados a ver nuestro ineludible destino, presente, pasado y futuro unidos en este bucle infernal del eterno retorno.

Es quizá por eso que cuando estoy frente al telar en esa tarea absurda de tejer y destejer el sudario, el sudario y mi vida, que tampoco avanza, inmóvil en esa estampa de fidelidad que me han asignado, pienso a menudo en el pobre Minotauro, abandonado y recluido por su familia en un laberinto subterráneo del que no puede salir, sin tener culpa ninguna la criatura, solo por el hecho de nacer con cabeza de toro y cuerpo de niño, fruto de la promiscuidad en que viven dioses y humanos. Es cierto que yo vivo en palacio, y puedo salir de él y moverme libremente por la isla, y por eso la comparación sea quizá torpe e injusta, pero me siento a veces como supongo debe de sentirse el desafortunado Minotauro atrapado en el laberinto. También yo sin culpa. Aunque no es mi laberinto una construcción hecha de ladrillos, sino de tradición y palabras.

Así que solo tú, lector, puedes cambiar mi destino, ser el hilo de Ariadna que me conduzca a la salida del laberinto. Apiádate de mí y reescribe esta historia. Sé que puedes. Aunque vivo cautiva dentro del mito, me llegan ecos de eso que llamáis realidad, y sé que ahora no solo navegáis por mares y ríos, también lo hacéis a través de un espacio que a mí me resulta de difícil comprensión —la RED, es el nombre que le dais—, a velocidades y distancias que en mi imaginación solo los dioses pueden alcanzar, configurando vosotros también un inmenso tapiz de hilos invisibles, que es muestrario de vuestro enrevesado mundo.

Te lo ruego, líbrame de este mortecino destino. Pero no caigas en la tentación de todo narrador: la de jugar a ser un dios. No me compliques la vida con una trama retorcida para demostrar que tienes el poder, que controlas la narración. Deja que sea Telémaco, ya avezado navegante desde el tiempo en que saliera en busca de su padre, el que pilote la nave en que me alejaré de Ítaca, de noche y mientras todos duermen. Y que luego él regrese con su padre, pues no es su destino el que yo deseo alterar. Esto es lo que te pido que escribas. Bastará con que me dejes en cualquier puerto, que ya me las apañaré yo. Nada será definitivo, nada habrá sucedido aún. Así de sencillo. Deja el relato abierto, y que cada cual le ponga el final que desee. Tú ponte ahora a escribir, no pierdas tiempo, y lanza luego la historia a esa red tuya, para que esta nueva versión se extienda por todos los rincones de la Tierra.