La tierra prometida

Un día más, Adán ha despertado con esa alegría impostada que le proporciona el dispositivo que lleva incrustado en el cerebro, programado para crear imágenes idílicas durante el sueño. Pero al rato de levantarse, como siempre, empieza a tomar conciencia de la realidad, y esa alegría con la que ha despertado se tiñe de la habitual insatisfacción, pues casi toda la belleza del mundo en el que ahora vive es virtual, como lo son esos sueños que tiene durante la noche, o como las imágenes que se van sucediendo en las distintas pantallas que adornan las paredes de la casa y cuya función es recordarle que hubo un mundo que no ha llegado a conocer y del que apenas queda ya nada. En el exterior, la impostura no es menor: imágenes holográficas recrean escenarios inexistentes de un tiempo ya pasado.

Esas imágenes son una imposición del Gobierno Mundial (la alianza de las grandes fortunas) a todos los ciudadanos. Y se pregunta Adán si no es perverso obligarles a convivir con imágenes de ese mundo perdido. Si no habría sido mejor borrar todo rastro para vivir en la cómoda mentira de que este mundo suyo fue siempre así, porque aquella Tierra de exuberantes selvas y bosques, de caudalosos ríos discurriendo por entre la floresta, de cielos limpios y montañas nevadas, de diversa y colorida fauna…, en comparación con el paisaje uniforme de esta Tierra de territorios ocres y pelados, desérticos, de cielos sucios y aire irrespirable…, solo produce tristeza y desolación. Pero el Gobierno no deja de proclamar que el recuerdo de lo que fue les ayuda a esforzarse para conservar lo que tienen, y que, con el trabajo y cooperación de todos, recuperarán la Tierra perdida.

Antes de ducharse y desayunar, antes de ponerse a trabajar desde el ordenador, Adán se sienta en el sofá del salón y enciende la telepared. Le gusta ver las noticias a primera hora, en soledad, cuando su mujer y su hijo aún duermen, aunque sabe que se va a encontrar con una transmisión edulcorada por la propaganda del Gobierno, directa o sutil, acerca de la eficacia de su gestión y de los fabulosos proyectos en marcha, pero nada se dirá de las revueltas, ni de las peleas despiadadas por acceder a los escasos recursos, ni de las condiciones infrahumanas en que vive la mayoría de la población (en este aspecto, Adán se considera un privilegiado).

Y es por esa espera de lo previsible en la telepared por lo que el chip que Adán lleva bajo la piel, y que informa de sus constantes vitales y del estado de su organismo, registra ahora tranquilizadoras gráficas en la pantalla de su pequeña computadora de pulsera. Pero, de pronto, antes de ser consciente de lo que sus ojos están viendo y del significado de las palabras del locutor, las gráficas empiezan a agitarse en señal de alarma por los elevados niveles de la presión sanguínea, de cortisol, de adrenalina…

Porque lo que Adán ve en la pantalla, y por fin asimila, son tres grandes naves con forma de disco, suspendidas en el aire, ocupando los vértices de un imaginario triángulo equilátero, por encima del edificio de la sede del Gobierno Mundial, en el Ártico. Son de color cobrizo, y la sección inferior del disco gira a gran velocidad. A Adán le sorprende el absoluto silencio en que lo hacen, y se pregunta qué clase de energía utilizarán. El locutor, al que solo se le pueden ver los ojos a través de los orificios practicados en la máscara anticontaminación, balbucea: “Habitantes de otros mundos han llegado a la Tierra”, y es difícil saber si su voz trasluce miedo o entusiasmo, o ambas emociones a la vez.

—¡Vaya montaje! ¿Qué pretende ahora el Gobierno? ¿Asustarnos con un enemigo común que viene del espacio? ¿Pedirnos unión frente a una amenaza externa? ¿Qué te apuestas a que los vamos a tener por aquí, apareciendo y desapareciendo pero sin dar la cara? ¡Uhhhh, que viene el lobo! —es Eva, la mujer de Adán, que ya se ha levantado y ahora habla desde la puerta del salón.

Y el locutor, como si respondiera a su incredulidad:

—En la Tierra no disponemos de una tecnología que permita construir naves como estas que estamos viendo. Así lo aseguran los expertos. Y el análisis espectroscópico revela que están hechas de materiales desconocidos en nuestro planeta. No hay la menor duda de que estos… esta…—el locutor no encuentra la palabra—… gente viene del espacio. Nuestro ejército, como muestra de buena voluntad, no ha querido hacer acto de presencia.

—¡Mentiras! ¡Efectos especiales! ¡Los expertos…, unos vendidos!— insiste Eva.

Pero Adán no puede apartar la vista de esas moles suspendidas en el aire. No cree que sean un montaje. Después de años y años de avistamientos, de aproximaciones, de fotos que la mayoría suponía trucadas, por fin están aquí. Quizá han escuchado las plegarias —porque las palabras no se pierden y viajan por el espacio— de los que como él han rezado a un indeterminado Señor del Universo, pidiendo ayuda, porque desconfían de la capacidad de los suyos para alcanzar acuerdos por un bien común. Ya fracasaron en el control del cambio climático y en evitar la Tercera Guerra Mundial.

—¡No son mentiras, Eva. Han venido a salvarnos de nosotros mismos. Empieza una nueva era!

Eva se queda mirándolo, y sonríe.

—Ay, es lo que me enamoró de ti: tu ingenuidad. Anda, deja esa patraña y vente a desayunar… Antes de despertar al otro niño.

Adán, haciendo caso omiso del ruego de su mujer, y de su ironía, permanece sentado, mirando embobado la telepared, el giro hipnótico de las tres naves en el aire, imponentes sobre la sede del Gobierno Mundial, preguntándose ¿desde dónde vendrán?, cómo serán?, ¿qué opinión tendrán de nosotros?…, a la espera de lo que vaya a suceder.

El fotógrafo de Kiev

En la pantalla de mi ordenador veo aparecer a Danylko. Miles de kilómetros nos separan. Durante tres años estuvo viviendo en España y habla un perfecto castellano. Le pregunto cómo se encuentra y le dejo libertad para contarme lo que quiera. Y él, con la bandera de Ucrania colgada en la pared de la habitación desde donde me habla, me cuenta:

“Antes de la catástrofe, yo fotografiaba el lado amable de la vida: la naturaleza en su esplendor, el regocijo en las calles, la belleza de los edificios y jardines, la alegría de los niños, la sabia mirada de los ancianos, el amor en todas sus formas… Lo feo, lo abominable se lo dejaba a otros fotógrafos, a quien no obstante admiraba por su valentía. Y ha sido durante estos días, con los bombardeos, cuando he recordado la foto de uno de esos fotógrafos de lo oscuro, como yo los llamaba. Una foto que nada tiene que ver con las guerras, o sí, y que siempre que la contemplo me encoge el alma. En ella se ve a un niño famélico y desnudo, sentado en el suelo pero con la cabeza a punto de dar con la tierra, rindiéndose a la muerte, y un buitre detrás, cercano e impasible, esperando a lo que inevitablemente va a suceder. ¡Cuánto nos dice esa imagen, sin palabras, de la culpa y de la crueldad, del dolor de los inocentes! Reconozco mi cobardía al no querer mirar hacia ese lado tenebroso, como si al no mirar negara su existencia. Y no es que ahora sea más valiente, es solo que estoy ante lo inevitable, ante una realidad que me zarandea para imponerse en toda su crudeza, porque cómo mirar a otro lado cuando las bombas enemigas están destruyendo tu ciudad, y es por eso que he recordado la foto, porque siento que un buitre gigantesco planea ahora sobre mi patria, proyectando una sombra de angustia y desolación, un buitre que con sus aleteos mueve los cimientos de todo lo que para nosotros es valioso y lo deja en ruinas… No, no he huido, no he querido, no soy apto para la milicia pero pateo las calles con mi cámara, que disparo con tristeza y rabia, como si fuera un arma para defenderme, aunque no sé muy bien de qué, si del olvido o del terror, o quizá para encontrar un resquicio de sentido en el sinsentido… Fotografío la barbarie, los edificios destripados, desangrándose de recuerdos por entre las grietas y el vacío porque en un segundo, el tiempo que dura la aniquilación, han sido borradas las estampas familiares de padres e hijos en torno a la mesa en el salón de la casa —y que quizá, hace unos días, nos parecían rutinarias, aburridas—, porque ya no hay salón, ni dormitorios, ni baños, ni cocina…, solo un amasijo de restos que se funden con las piedras… Si vas a escribir todo esto en tu periódico, escribe que nos han dejado sin HOGAR, con mayúsculas, porque podrán quedar casas en pie, espacios habitados, yo mismo te hablo desde la que es todavía mi casa, aunque no sé por cuánto tiempo, pero ya no hay hogares. Durante la pandemia estaban ahí, los hogares nos salvaron. Pero ahora, en esta tierra devastada, no puede haberlos cuando la vida se reduce a defenderse, atacar, esconderse, huir, morir… No, ya no hay hogares… Fotografío los parques y la herrumbre de toboganes y columpios, retorcidos y dolientes, ya sin el juego de los niños… Fotografío los cadáveres, o lo que queda de ellos, también los de los enemigos, unos críos en su mayoría, seguro que sin conciencia ni voluntad, solo obediencia ciega, víctimas también ellos del monstruo de la guerra que reduce la humanidad a mera contabilidad de pérdidas y ganancias… Y, cómo no hacerlo, también fotografío la solidaridad de la buena gente, la heroicidad de los que se separan de sus familias para combatir, el esfuerzo por mantener la dignidad, hacinados en esos espacios indignos que son los refugios subterráneos, escondidos como si fuéramos alimañas… Y ojalá algún día pueda enviarte imágenes de la reconstrucción de mi país… Para terminar, te envío una foto, por si quieres incluirla en tu artículo. Empecé mi testimonio —o como quieras llamarlo— con una foto y termino con otra. Es de un niño con un pato de peluche. Los encontré, a él y a su madre, dentro de una riada de gente que escapaba de la ciudad. Se habían detenido y la madre abrazaba al hijo, que a su vez abrazaba al pato entre el llanto y la risa. La madre me explicó que el peluche se lo dio su padre antes de irse a combatir, y que desde entonces no habían tenido noticias de él. Por un momento, entre el barrullo de gente y las prisas, el niño perdió el pato, pero al final lo había recuperado”.

La foto del niño aparece en la pantalla de mi ordenador. Es un niño de unos siete años. Tiene la cara churretosa de lágrimas secas y, efectivamente, su expresión es de tristeza y felicidad a la vez. El pato, encajado entre su mejilla y su hombro, parece tener vida.

—¿Cómo se llama el niño? —le pregunto.

—No lo sé, pero no importa —dice Danylko—. Ese niño es todos los niños.