Las buenas vacaciones

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Cuando por las tardes acudo al chiringuito de la playa, siempre me lo encuentro a él, sentado a la misma mesa, en un rincón. Lleva un minúsculo bañador, y además de tener todo el cuerpo cubierto de tatuajes, su rostro es lo más parecido a esa imagen de extraterrestre reptiliano que nos presenta la imaginería popular. Por eso es chocante que aún mantenga su nombre, José Luis, y no lo haya cambiado por otro en sintonía con su extravagante aspecto, un nombre rescatado de entre los extraños personajes que habitan los libros y películas de ciencia-ficción.

Al principio supuse que estábamos ante un gran trabajo de caracterización realizado por profesionales, y que el chiringuito utilizaba a aquel hombre como reclamo para captar clientes. Y es cierto que al negocio le viene muy bien tener a este personaje al que piden selfies y conversación, pero, según me informé ­—incluso ha salido en diferentes medio de comunicación—, en él no hay simulacro, todo es producto de las intervenciones que, a petición suya, han realizado en su cuerpo.

José Luis no pide nada a cambio de dejarse hacer fotos, ni por contar su historia. Ni siquiera pide la voluntad, aunque si le invitas o le das algunas monedas, no lo rechaza. Hoy, por fin, me he decidido a pedirle permiso para sentarme a su mesa. Y me ha contado su historia

Lo primero que se tatuó fue un corazón a la altura del corazón. A un lado y al otro de la flecha que lo atraviesa lucen las góticas iniciales de su nombre y el de la que era su novia de entonces. Luego, el tiempo le mostró lo efímero del amor y aquel corazón solo fue una reliquia del pasado. No más corazones, se dijo. Entonces, decidió tatuarse un pájaro escapando de una jaula, y por si no quedaba claro lo que representaba, pidió que debajo le escribieran en mayúsculas la palabra “LIBERTAD”. Así, con el pájaro en el pecho derecho y el corazón en el izquierdo, José Luis proclama, todo ufano y con el gesto reconcentrado de quien ha llegado a una conclusión después de arduas reflexiones, que la libertad se enfrenta, se opone, combate y etcétera a la esclavitud de los amores frustrantes, alienantes, manipuladores y etcétera.

Así le fue tomando gustillo a ilustrar sobre su piel la biografía que se iba construyendo, y el cuerpo pasó a ser un territorio que se poblaba con las imágenes que daban forma a los vaivenes de su mente. De su etapa de exaltación de la naturaleza podemos ver soles nacientes y crepusculares, floridas enredaderas que trepan en espiral por brazos y piernas, ríos que confluyen en las cataratas del ombligo. De tiempos beligerantes y en la misma región, vemos la hoz y el martillo y el puño cerrado junto a la cruz gamada y la mano en alto. Eso fue antes de que le entrara el fervor místico-religioso y se dibujara un Cristo crucificado, un candelabro de siete brazos, la media luna, un buda con sobrepeso y el inevitable circulito blanquinegro del Yin y el Yan. Y tanta espiritualidad halló su contrapunto en el erotismo. De esa época son las dos figuras humanas, dibujadas en el antebrazo, de tal forma que al flexionarlo, como si fuera a hacer un corte de mangas, las figuras se funden simulando la cópula.

El batiburrillo de imágenes se fue extendiendo por todo su cuerpo. Dragones con lenguas de fuego ascendían por su cuello, lamían la nuez hasta llegar a la base de la barbilla, frontera con la cara, que se cubrió de figuras geométricas inspiradas en los tatuajes de las tribus amazónicas. Y cuando ya no quedaba territorio por explorar, necesitado de formas más radicales de expresión, dio un salto cualitativo. Del dibujo pasó a la cirugía. Se recortó las orejas; se truncó la punta de la nariz y las fosas nasales parecían dos ojos siniestros; los pómulos y la frente se cubrieron de protuberancias que simulaban las escamas de los reptiles.

Como si me leyera el pensamiento, me dijo que no era llamar la atención lo que pretendía, que cada operación de cirugía era un paso más en la búsqueda de su verdadera naturaleza, que era su instinto el que realmente le guiaba y no el convertirse en un fenómeno de feria, aunque ese fuera el sentir de la mayoría de la gente respecto a su persona. Y que su proyecto inmediato era bifurcarse la lengua para tenerla como la de las serpientes, y de los tres cerebros que tenemos —lo había leído en libros de neurociencia— prescindir de los cerebros racional y emocional, para quedarse solo con el reptiliano, y aunque ese proyecto inmediato iba a ser también el último, pues carecería ya de voluntad, gobernado por los automatismos más básicos: calor-frío, oscuridad-luz, placer-dolor…, es lo que realmente deseaba.

Tras despedirme de José Luis, con la sensación de regresar de un planeta desconocido e indescifrable, me he quedado pensando en esas reflexiones que habitualmente llevamos a cabo cuando llega el verano, respecto a la incapacidad para vivir unas buenas vacaciones desconectando de todas las ataduras: de las rutinas, de los malos recuerdos, del trabajo, de los problemas, de la crispación política… Pensando en la dificultad que tenemos para evadirnos de un mundo interconectado por móviles y ordenadores, donde hasta en la remota isla que suponemos imagen del Paraíso nos encontramos a tipos con camisetas de Messis o Ronaldos… Pensando en la dificultad para desprenderos de esa biografía que también nosotros, aunque invisible, llevamos tatuada a fuego en vete a saber dónde. Y me digo que estaría bien que pudiéramos activar exclusivamente el cerebro reptiliano durante el tiempo de vacaciones, y ser como lagartos al sol, sin pensamiento ni conciencia.

Trasplantes

Cerebro trasplante

Hace meses me trasplantaron el cerebro de otro hombre. Ya tenía experiencia en trasplantes. Primero fue el corazón, una lesión congénita me fue dejando sin aliento hasta que se hizo inevitable sustituirlo. Después, tras un accidente en carretera, fueron la mano y el ojo derechos. Entonces no me supuso un gran problema ver mi cuerpo colonizado por órganos ajenos, aunque me sentía un poco raro al principio. No con el corazón, escondido bajo la caja torácica, ni con el ojo, de un color muy parecido al de los míos, pero convivir de pronto con una mano que no es tuya se hace muy extraño. No te parece una mano sino un pequeño animal con tentáculos que tiene vida propia aunque seas tú quien gobierna sus movimientos. Al principio a Lola también le daba repelús que la acariciara con la mano intrusa, y aunque se esforzaba en sobreponerse, yo notaba un leve respingo cuando rozaba su piel, y luego la tensión en todo su cuerpo. Con el tiempo terminamos acostumbrándonos, ya no reparamos en ella, la mano se ha integrado en nuestra vida.

Pero el cerebro… El cerebro no es cualquier órgano… Es el centro de nuestra identidad, de lo que somos y de lo que seremos. Cuando hablamos de las tristezas y alegrías del corazón, o de las mariposas enamoradas que revolotean en el estómago sabemos que no son más que formas de hablar, metáforas gastadas, porque todo está en el cerebro, somos nuestro cerebro. Y eso es lo que temía, que con el cerebro de otro dejara de ser yo.

Los doctores procuraron tranquilizarme, sorprendidos de mi ignorancia. ¿Acaso no sabía que el trasplante de cerebro era una práctica habitual desde hacía años con un índice de fracaso prácticamente nulo? Me lo explicaron: la técnica es muy compleja pero sencilla la idea, imagínese un libro al que le borramos todas las letras para dejar sus páginas en blanco, y que luego lo reescribimos con una historia distinta, pues eso es lo que vamos a hacer con el cerebro donante, dejarlo en blanco y conectarlo con el suyo para transferir, como usted bien dice, todo su ser, aquello que le hace único. Distinto recipiente para el mismo contenido. ¿Comprende?

Sí, era fácil de comprender, pero no de asumir, asumir que las complejas estructuras que constituyen un cerebro no acabaran determinando el contenido, de tal manera que eso que yo había dado en llamar MI SER se fuera desdibujando entre los vericuetos del nuevo sistema límbico, del nuevo hipotálamo, del nuevo córtex prefrontal… hasta convertirse en algo completamente distinto de lo que yo era. Aun así, di mi conformidad al trasplante porque, al fin y al cabo, desaparecer en un cerebro extraño era una manera de morir no muy distinta de la que me esperaba si dejaba que mi tumor siguiera invadiéndome.

El trasplante fue un éxito, lo sigue siendo. Es lo que dicen todos a mi alrededor. Pero no estoy tan seguro, creo que mis temores estaban justificados. Es cierto que he recuperado la salud y que mi YO no se ha evaporado en el interior de este cerebro que ahora mi cráneo cubre, pero a veces me vienen recuerdos que no son míos, de experiencias que nunca tuve. Es muy desconcertante, y me obsesiono por hallar una ruta mental que me revele el significado de esas imágenes impuestas, por ejemplo, de una infancia que me es ajena pero que se mezcla con la mía: rostros extraños que me miran con ternura, una mano que agarra mi mano y me conduce a un colegio desconocido. Y luego están esos recuerdos que sí reconozco como propios pero a los que respondo con sentimientos que parecen recién estrenados: una nostalgia que creía no tener, o indignación con aquello que sucedió y antes me dejaba impasible… En fin, supongo que es a través de estas grietas por donde se ha ido filtrando una nueva personalidad. Yo antes era un hombre imperturbable, seguro en mis acciones. Mis deseos no encontraban grandes barreras morales para lograr sus objetivos. No quiero decir que yo fuera un ser depravado, pero ciertamente no me andaba con muchos escrúpulos, jamás tuve graves conflictos de conciencia, no me preocupaba por el destino de las personas que no me resultaban útiles en alguna medida. Ahora, en cambio, es como si llevara un censor conmigo a todos partes, hago constantes cábalas sobre el bien y el mal, y dudo, y me angustio. Soy un hombre frágil, extremadamente sensible, zarandeado por los sentimientos y opiniones de los demás.

Lola dice que transformaciones así, en las que la escala de valores da un vuelco, son habituales en personas que como yo han mirado cara a cara a la muerte, y que prefiere al hombre que ahora soy, generoso y noble, sin el temor a manifestar sentimientos de ternura. Sé que no lo dice para consolarme, que es así como piensa y siente, y yo también debería estar feliz, pero no puedo porque siento que no es a mí a quien ama, sino al otro que ahora vive en mí.