Blanca Navidad

Lo que ahora está contemplando el hombre es una pintoresca casa de campo en medio de un paraje nevado, rodeada de abetos también cubiertos de nieve. Es una casa con todas sus luces encendidas a la espera de un Papa Noel que se aproxima conduciendo un trineo tirado por dos renos. Aunque de niño le gustaba imaginar que sí, en la casa no vive nadie, porque la casa, los abetos y Papa Noel son miniaturas dentro de una pequeña esfera de cristal transparente que, tras agitarla, se cubre de una fina nieve que revolotea durante un tiempo para luego languidecer lentamente y volver a su estado inicial de reposo

Así es esta pequeña bola de cristal que le ha acompañado desde que tenía ocho años. Ha resistido el paso del tiempo, las mudanzas, el trasiego de toda una vida. En algún momento, ya adulto, decidió guardarla en una caja, dentro de uno de los cajones de su escritorio, porque no quería que se perdiera, ni que formara parte de la decoración habitual, de la rutina, de esos objetos que nos rodean y que, de tanto verlos, dejamos de verlos. Quería que fuera especial, un rito que se repitiera cada año, que formara parte de la liturgia de la Navidad. Es por eso que solo la saca de su escondite por estas fechas, pues fue en una Navidad cuando la bola de cristal y el hombre, entonces un niño, se encontraron por primera vez.

Aquel año les había pedido a los Reyes un traje de sheriff. Los Reyes le trajeron el traje, y también algo que no había pedido, una caja aparte donde se encontraban los habituales regalos prácticos: calcetines, guantes, una bufanda y, ¡no podía faltar!, el estuche de dos pisos con material escolar, donde se encontraban esos útiles de extraños nombres como escuadra, cartabón, transportador… Y es que los Reyes —sonríe al recordarlo—, sin necesidad de que se les dijera por carta, estaban al tanto de sus prosaicas necesidades. Por eso le extrañó que en la misma caja, como si se hubiera colado allí por error, ajeno a la utilidad de los otros regalos, estuviera la bola de cristal. Nunca hasta entonces había tenido una en sus manos, pero sí las había visto en los escaparates, donde se exhibían impasibles, sin descubrir sus verdaderas habilidades. Y mentiría si dijera que ver lo que sucedía cuando empezó a agitarla le produjo mayor entusiasmo que disfrazarse de sheriff, porque cómo competir con las dos pistolas metálicas, y no esas de frágil plasticucho que vendían en las ferias, las suyas enfundadas en las cartucheras de un cinturón con cananas, y que al sopesarlas le hacían sentir como un verdadero sheriff, armado de valor para enfrentarse a los delincuentes y ponerles las esposas, artilugio que junto al chaleco, la estrella y el sombrero formaba parte de la vestimenta.

Aun así, para aquel niño de ocho años fue mágico que sin tener que darle cuerda al invento ni recurrir a cualquier otro mecanismo, con el solo movimiento de su mano, se desprendieran del fondo de la bola, como por encantamiento, lo que parecían diminutos copos de nieve que luego se dispersaban flotando en el aire, envolviendo en una suerte de nebulosa todo lo que se hallaba dentro de aquella esfera de cristal, velando la visión de la casa, de los abetos, de Papa Noel y su trineo, que ahora, sin la nitidez de antes, parecían habitar un territorio de ensueño. Era algo tan sencillo, y a la vez tan espectacular, que ejerció sobre el niño un efecto hipnótico, extasiado en su contemplación. Y esperaba a que la nieve toda se hubiera depositado en el fondo, para que el paisaje recobrara su original luminosidad, y vuelta a empezar, una y otra vez. Y así, en los días siguientes, fue comprobando que la bola le ayudaba a relajarse y a pensar, a fijarse en cosas que antes le pasaban desapercibidas. Se imaginaba que dentro de la casa vivía una familia muy parecida a la suya, los padres y sus tres hijos, y les inventaba historias que iban ganando en aventuras. Y justificó la presencia de Papa Noel, ese forastero, con el secuestro de los Reyes Magos por una banda de forajidos. Un día, su profesor de Naturales les dijo que la Tierra, vista desde el espacio, parecía una canica azul, y él imaginó que la gigantesca mano de Dios sostenía el planeta Tierra, y que si a Dios se le ocurriera agitarlo, saldrían todos sus habitantes despedidos hacia el espacio para luego caer como copos de nieve. Al niño se le desbocaba la imaginación.

Hoy, ya en fechas navideñas, cuando después de un año el hombre ha vuelto a sacar la bola de su caja, descubre una fisura en el cristal, que lo recorre de arriba abajo, aunque no impide su normal funcionamiento. No cree que sea una señal de deterioro por el paso del tiempo, y encuentra una explicación, un sospechoso muy sospechoso: su nieto de siete años, que está pasando unos días en la casa, sin sus padres. Sabe de su afición a hurgar en cajones y armarios. No se lo reprocha, todo niño es un explorador en busca de tesoros. Lo llama y el niño acude, a pasos cortos, cabizbajo, parece ya un reo, el pobre. Le dice que no le mienta, que no se va a enfadar, pero que necesita saber la verdad. El niño confiesa que se le cayó, que una de las veces sacudió la bola con tanta fuerza que…ufff. El hombre acaricia la cabeza del niño y piensa que es un buen momento para traspasarle la bola con sus poderes, un traspaso generacional, que es así como funciona el mundo. Y al niño se le ilumina la cara cuando le dice que no se preocupe, que incluso se alegra de que la bola tenga ahora una bonita cicatriz, porque así nunca se olvidará de este día en que su abuelo le regaló la bola de cristal.