Insomnio

El señor K debería irse a la cama a dormir. Tiene que levantarse temprano. Pero es en el sofá, ya en pijama y frente al televisor, donde se encuentra ahora, en ese estado de duermevela que le mantiene en la incierta frontera entre el sueño ligero y la vigilia, en un ir y venir del uno a la otra y de la otra al uno, hasta que finalmente se queda traspuesto.

Cuando el señor K se despierta, paladeando las hebras del sueño que parecen habérsele prendido en la boca, aún con los ojos cerrados, pues no los quiere abrir para no espabilarse del todo, no sabe cuánto tiempo ha pasado, pero debe de ser más de lo que le parece. Ya terminó la película que estaba viendo y ahora oye las voces de la pareja que presenta teletienda. Y suerte que es un colchón lo que están anunciando, como si fuera una invitación a que se vaya de una vez a la cama, y no una bicicleta estática: el señor K es muy sugestionable y se habría puesto a pedalear mentalmente y a saber en qué ignotos parajes habría terminado, cuántos kilómetros habría recorrido.

Ya despierto, una y otra vez el señor K se da a sí mismo la orden de levantarse del sofá, pero su cuerpo no obedece, no obedece, no obedece… Cuando después de varios intentos lo consigue, el nuevo reto es ir hasta la cama sin desvelarse. De lo contrario sabe que estará despierto toda la noche. El plan es caminar con los ojos entornados: ni cerrados, para no darse un leñazo por el camino, ni abiertos del todo, para que su cerebro no reciba la orden de “estás completamente despierto”. Por la misma razón tendrá que ajustar la velocidad. No deberá caminar ni tan despacio que le dé tiempo a espabilarse, ni tan deprisa que active su organismo y lo espabile. El mismo resultado por dos caminos distintos.

Así que ahí tenemos al señor K: apaga la televisión con el mando a distancia, dejando el salón y el resto de la casa con la sola luz que llega de la calle, y luego inicia el recorrido que le llevará al dormitorio, palpando mesas, puertas, paredes…, ni despacio ni deprisa, y todo el tiempo con los ojos achinados, hasta que llega al borde de la cama, se quita las zapatillas y se deja caer lentamente sobre ella. Luego, tras simular un bostezo con el que pretende invocar al sueño, se cubre con la manta hasta la barbilla e intenta dejar la mente en blanco, con los ojos definitivamente cerrados, y así permanece durante unos segundos, hasta que los abre bruscamente, como impulsados por un oculto resorte sobre el que no tiene control, igual que hacen los ojos de esos muñecos diabólicos cuando cobran vida en una película de terror.

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