Esperpéntica tarde en el súper

No fue exactamente así, pero casi.

La mujer se para frente a la caja con el carro de la compra.

—Buenos días —saluda la joven cajera.

—Buenos días —dice la mujer, y luego se vuelve buscando con la mirada a su marido, que se halla a escasos metros, revolviendo en el  montón de CD´s en oferta que se apilan en un expositor—. Podrías ayudarme a vaciar el carro— le dice alzando la voz, pero el marido parece no oírla.

Con un gesto de mitad fastidio, mitad resignación, la mujer empieza a vaciar el carro sobre la cinta deslizante, aunque de vez en cuando vuelve a mirar en dirección al marido.

—¡Hombres! ¡Siempre a lo suyo! Me río yo de los derechos de la mujer. Esto no hay quien lo cambie —dice buscando la complicidad de la cajera, que asiente con la cabeza mientras pasa una lata de espárragos por el escáner.

Cuando la cajera ha terminado de pasar toda la compra, le dice a la mujer:

—Tengo que cobrarle el yogur que se ha tomado el señor en la sección de lácteos.

—¿Cómo? ¿Qué yogur? El señor es mi marido y no se ha tomado ningún yogur.

—Sí, pregúntele a él.

—Y usted, ¿cómo sabe que se ha comido un yogur?

—Me informó un vigilante. También lo han grabado las cámaras. ¿Quiere verlo?

La mujer se vuelve enérgicamente hacia su marido.

—¡Emilio, coño, ¿quieres venir?!

El marido se acerca y se para detrás de su mujer, que ya le da la espalda.

—¿Por qué tanta prisa?

—La señorita me dice que te has comido un yogur por el morro —dice la mujer sin mirarlo.

 El marido se rasca el cogote contemplando el suelo.

—¿Yooo? Yo no me he comido ningún un yogur.

—Mire, señor —dice la cajera esforzándose en ser paciente—, ni siquiera hace falta recurrir a las cámaras. Tiene usted restos de yogur en las comisuras de los labios y en la camisa. De fresa, para ser exactos.

—Estos restos, como usted dice, los traía ya de casa —dice Emilio limpiándose instintivamente la camisa y la boca con su manaza.

La mujer mira a la cajera enarcando las cejas y luego, girándose, a su marido.

—¡Emiliooo! ¡Qué vergüenza! ¿Qué pensará toda esta gente que no deja de mirarnos? Que somos unos gorrinos, que salimos de casa con churretones.

—Vale, me he comido un yogur. ¿Es acaso un delito? Que me detengan.

—Delito no es, pero podías habérmelo dicho, y yo no estaría pasando este bochorno. La próxima vez vienes tú solo a hacer la compra y te comes todos los yogures que te salgan de… —y volviéndose hacia la cajera—: señorita, ponga el yogur en la cuenta y acabemos con esto, por favor.

—¿Es que nos va a cobrar el yogur? —protesta Emilio.

—¿Estás tonto o qué? Pues claro que va a cobrar el yogur. ¿No acabas de confesar que te lo has tomado?

—No tengo más remedio, señor.

—No creo que por un yogur se vaya a arruinar la empresa. Y que sepa que acaba de perder unos clientes. Desde mañana lo compraremos todo en el chino de nuestro barrio. Nos pilla más cerca y nos dan las gracias por todo.

—¿Ha pensado qué ocurriría si a todo el mundo le diera por comerse los yogures sin pagar? No cleo que a los chinos les hiciela mucha glacia.

—No se burle de mí, señorita. Y ese argumento suyo no me vale. Es como lo de tráfico.

—¿Qué leches es eso del tráfico? —dice la mujer, que ha empezado a morderse la solapa del abrigo—. Por favor, Emilio, no me vengas ahora con una de tus teorías, que te conozco. Paga de una puñetera vez y vámonos.

—Habrá oído, señorita, los consejos de la DGT cuando llegan las vacaciones, o un puente. ¿Recuerda lo que dicen? —y como la señorita niega con la cabeza, Emilio continúa—: nos aconsejan que no viajemos a horas de máxima afluencia de coches, que lo hagamos antes o después. Es decir, señorita, que primero hay unas estadísticas que permiten decir cuáles son las horas de más afluencia de tráfico, y después nos dan el consejo de que evitemos esas horas. ¿Entiende lo que quiero decir?

—Me he perdido, señor. No sé a dónde quiere llegar.

—Pues está claro. Quiero decir que la misma DGT sabe que no todo el mundo seguirá obedientemente sus instrucciones, pues si lo hiciera, el atasco sería monumental. Eso sí, a horas distintas de las que marcan las estadísticas precedentes. ¿Comprende? Así que es altamente improbable que a todo el personal le dé por venir a comer yogures gratis.

—Señor, no me líe, yo cumplo con mi obligación. No pertenezco al departamento de estadísticas. Pero, si quiere, llamo a mi jefe y lo habla con él.

—Ni hablar de llamar al jefe —protesta la mujer—. Pagamos y nos vamos.

—Eso… eso, llame al jefe. Hablaremos de la mierda de yogur que me he tomado. Al final voy a ser yo el que llame, pero a Sanidad, para que les hagan una inspección.

—No sería tan mierda cuando se lo ha tomado —dice la joven removiéndose en su asiento—. De todas formas, tendrá usted que pagar la mierda.

—Eso es, Emilio, paga la mierda y vámonos, que ya has montado suficiente numerito.

—Me niego. Y no es por el dinero. Es cuestión de principios. Y no me parece nada bien que te pongas de su parte.

—¡Pero qué principios, Emilio, si te lo has tomado, joderrrrrr!

—El Gran Hermano nos vigila, nos graba, nos pone en evidencia para humillarnos por un puto yogur. ¡Viva la Revolución!

En ese momento anuncian por los altavoces: “El dueño del coche con matrícula “6666 OJO”, pase por favor a retirarlo, está obstruyendo el acceso a una boca de incendios”.

—¡Si es nuestro coche; Emilio! ¡Que acabe el día, por favor, que acabe!

—No pienso retirarlo si me cobran el yogur. Además, ¿hay algún fuego ahora, eh?, ¿hay algún fuego?

—¡Seguridaaaaad! —grita la cajera.

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