—Mañana será el día —dijo el abuelo.
—No creo que esté preparado. Es aún muy niño —dijo la abuela.
—¿Qué edad tenías tú la primera vez? Yo con nueve años ya…
—No es lo mismo. Nosotros hemos nacido y nos hemos criado aquí. Era algo natural, como el respirar. Además, ¿de qué le va a servir? Dentro de unos días se irá con sus padres a la ciudad y allí no…
—Le vendrá bien como experiencia. Le hará más fuerte —sentenció el abuelo.
Cada noche, sentados bajo la higuera, mis abuelos se ponían charlar. A esas horas yo solía estar dormido, agotado después de todo el trajín a que me sometía el abuelo durante el día. Pero esa noche aún aguantaba despierto. Desde la cama y a través de la ventana abierta les oía hablar mientras contemplaba el cielo cubierto de estrellas y me dejaba invadir por los olores que desde la parte de la huerta me traía la brisa nocturna. Sabía que estaban hablando de mí y que el abuelo tramaba algún nuevo reto.
Porque los abuelos tenían una idea precisa acerca de los niños de ciudad: además de pálidos y esmirriaos, éramos unos mimaos. El que yo fuera hijo único no mejoraba las cosas. Así que cuando cada año, en julio, mis padres me dejaban en el pueblo, ya estaban los abuelos frotándose las manos para enmendar la mala educación que yo estaba padeciendo. Como un dúo perfectamente sincronizado y especializado en sus funciones, la abuela sería la encargada de cebarme; el abuelo, de curtirme, tanto en lo físico como en lo espiritual, para que no fuera yo un quejica, un blandengue, un niño de ciudad, en definitiva.
La abuela me preparaba jugosos chuletones y huevos espectaculares. “Moja, moja”, me decía señalando la hogaza de pan que depositaba en la mesa y que tenía el tamaño y la geometría de medio balón de fútbol, un balón con mucha miga. A punto de reventar, no podía rechazar los postres que me ofrecía. “Todo hecho con productos naturales”, apuntaba continuamente.
Supongo que esa dieta era necesaria para aguantar el ritmo que me imponía el abuelo. A las siete de la mañana ya entraba en mi cuarto dando palmas y luego, después de un opíparo desayuno, en el que hasta panceta había, nos poníamos a cavar, sembrar, desbrozar, podar, trasplantar, dar pienso, ordeñar, rastrillar, barrer, regar…, en fin, a recorrer toda la conjugación agropecuaria, y siempre el abuelo soltando pullitas contra los urbanitas. Una de sus preferidas tenía origen en uno de sus viajes a la ciudad, el día en que vio a unos perros con abrigo. “Cuando una sociedad le pone chalequitos a sus perros es que se ha vuelto muy, muy gilipollas”, decía entre carcajadas, como si se le ocurriera por primera vez. Al atardecer me dejaba ir a jugar con los niños del pueblo, y a la vuelta me pasaba revista como un general inspeccionando a la tropa. Cada herida, cada rasguño, cada rotura del pantalón o de la camisa lo celebraba como si yo trajera medallas ganadas en el campo de batalla.
A la mañana siguiente, recordando la conversación de los abuelos, yo estaba con la mosca detrás de la oreja. ¿Qué me tendrían reservado? Y fue pasado el mediodía cuando el abuelo me pidió que le acompañara a la cocina, que la abuela nos esperaba. Y allí la encontramos, de pie, con una gallina en los brazos; la mano izquierda por debajo de la panza, la derecha en el pescuezo, que masajeaba con suavidad como si la gallina fuera un bebé al que quisiera tranquilizar.
—Presta mucha atención a lo que va a hacer tu abuela —dijo el abuelo.
—Mejor déjalo —imploró ella
—Hazlo —insistió él.
Y entonces la mano amorosa de la abuela se transformó en una garra que aferró con firmeza la cabeza de la gallina y la retorció hasta quebrar el cuello: CRACK. Luego la cabeza cayó sobre el pecho como si fuera de trapo. Me puse a temblar. Aunque había visto otros animales muertos, incluso escenas sangrientas y repugnantes, como la de una paloma devorada por un gato, aquello era otra cosa. No había sangre ni heridas, y la gallina parecía dormida, pero estaba el gesto brutal de la abuela, precisamente de la abuela, y el chasquido del cuello al romperse.
El abuelo salió de la cocina y al rato regresó con otra gallina. La puso en mis brazos y dijo: “Ahora te toca a ti”. Comprendí entonces por qué el abuelo había decidido que fuera la abuela quien ejecutara a la gallina, y no él. Fue su forma de retarme, de decirme: “¿No vas a ser capaz de hacer lo que hace una mujer?”
—Déjalo —volvió a insistir la abuela— ¿No ves que está muy asustado?
—¿Te parece justo que otras personas tengan que matar lo que tú te vas a comer? —me dijo el abuelo.
Si yo apenas podía respirar, ¿cómo iba a pensar? ¿Qué clase de pregunta era aquella? El abuelo abrió mi mano derecha y la puso alrededor del cuello de la gallina, que empezó a aletear sobre mi pecho, como si presintiera lo que le iba a pasar. Su cuello latía con fuerza en la palma de mi mano. Entonces sentí que mis pantalones se empapaban y que el pis caliente corría por mis piernas hasta encharcar el suelo de la cocina. Ni siquiera me dio vergüenza.
Desde aquel mismo momento, para los abuelos fue como si nada hubiera sucedido. No hubo reproches, ni sermones, ni burlas. Pero por la noche no pude dormir, me ardía todo el cuerpo, y el mundo empezó a parecerme un lugar extraño, incomprensible, o quizá solo era incomprensible para los niños de ciudad, que no podíamos entender un mundo en el que abuelos buenos y cariñosos les rompían el cuello a las gallinas.