1994. Zaragoza capital. Sergio es un joven de quince años enamorado —aunque quizá la palabra “enamorado” no sea la más adecuada— de una joven punki de dieciséis (nunca sabremos su nombre). Estudian en distintos institutos y viven en distintos barrios: Sergio en el humilde extrarradio, la joven en una urbanización de chalés de lujo. Se conocieron en el antro que frecuentaban los viernes, un garito cuya puerta de entrada imitaba la boca de un demonio. Sergio lleva el pelo largo y camisetas de Iron Maiden. La joven viste zamarra vaquera y mallas ajustadas, no tiene amigas, no se maquilla, no disfruta con la ropa, no se peina sus rizos negros que crecen enredados, no se depila, tiene cicatrices en el brazo izquierdo.
No es que a Sergio le entusiasme la chica, pero se fija en ella porque sonríe mucho, y los punkis no sonreían casi nunca, siempre estaban enfadados. Guiados por la inercia que, casi sin quererlo, lleva a dos seres solitarios a unir sus destinos, Sergio y la joven punki inician una relación. Sergio experimenta las sensaciones del primer beso, ese beso que activó la piel dormida desde la última vez que mi madre me embadurno el pecho de Vicks VapoRub, e ira descubriendo el territorio de la sexualidad, con una torpe mezcla de timidez y ansia.
El romance, o lo que fuere, continúa hasta que ella le explica que las cicatrices en su brazo izquierdo se las hizo al intentar grabarse con una navaja suiza el nombre de Sid Vicious, el cantante suicida (o algo así) de los Sex Pistols. En ese momento, aunque intenta imitar la compostura de quien está por encima del bien y del mal, Sergio huye del alma de la chica —si es que alguna vez estuvo allí— para quedarse en la fría superficie, y, después de transformarse en un señor inquisidor, imagina cómo han de sentirse los padres de ella, quienes no dejarán de preguntarse qué ha fallado en la educación de la hija si le dieron todos los caprichos. Y de pronto, a la mirada censora de Sergio todo en la joven le parece desagradable: poco femenina, antipática antes que tímida. Y así, un día, con una miserable sugerencia de Sergio, la historia llega a su fin.
2020. Sergio tiene cuarenta y un años. Sigue viviendo en Zaragoza, en un edificio de la plaza donde tuvo lugar el primer beso. Ahora anda enfrascado en la escritura de un libro sobre el tema de la piel (Sergio padece de psoriasis), y en el capítulo que titula «La Edad Media de la piel» decide recordar aquel período de su adolescencia, para dejar constancia –y de alguna manera redimirse— del desprecio que siente por aquel imbécil de quince años que no supo apreciar la maravillosa individualidad de su joven princesa punk.
Estas son unas conmovedoras líneas de ese capítulo:
«Tal vez fuera mucho pedirle a un pedazo de imbécil de quince años atontado por el cine y la televisión que apreciase la belleza de lo singular y salvaje, ese pequeño triunfo de la voluntad que era ella, tan morbosamente chicazo, tan libre de cualquier manada y tan despectiva de cualquier modelo de conducta o plan de futuro. Tuve en mis manos una flor silvestre y la desprecié porque quería un rosal como los que había visto en los escaparates de las floristerías (…) Fui con mi princesa punk tan zafio, violento e ignorante (…) Ciego por las cicatrices de Sid Vicious, no entendí ni intuí la enorme delicadeza de una chica solitaria, dolorosamente consciente de su individualidad, separada del grupo como un ñu rojo. Ese simulacro suicida de escribirse en el brazo el nombre de alguien tan desgraciado como ella misma, que había alcanzado con la muerte la forma más sublime de singularidad. Esa valentía de no parecerse a las series de la televisión, pero tampoco a los nietos de los que perdieron la guerra civil, con quienes tal vez se compartía una estética, pero rara vez una ética, porque la suya era corporal y silenciosa. Una mujer ya libre en una edad en la que todos, yo el primero, vivíamos prisioneros de las morales de las teleseries y de las revistas juveniles. También me asustaba esa libertad, la forma en que me animaba a descubrirla, cómo guiaba mis manos por los pliegues que no me atrevía a tocar y la delicadeza con que escarbaba en los míos. No eran esos movimientos los de alguien acomplejado por su peinado o el vello de su cara. Hasta la manera en que me enseñó y me explicó las cicatrices del brazo denotaba una seguridad impropia de lo que éramos y de lo que hacíamos. Yo he tardado muchos años en aceptar mi cuerpo enfermo y dolorido con la misma alegría con que ella aceptaba ya entonces el suyo, por lo demás perfecto y bellísimo.
Si la recuerdo ahora es porque no puedo volver atrás para darme una paliza o escupirme a mí mismo en la cara. Se cuentan estas cosas como sucedáneo del látigo, para que quede constancia, al menos, de lo mucho que desprecio a ese pedazo de imbécil, quince años juncales, bueno para nada. Me avergoncé de mi princesa punk, a la que ya ni siquiera llamaba así (simplemente, la tía esa con la que me enrollo hasta que salga algo mejor), cuando era ella la que debía sentir una vergüenza enorme de mí.
Todo acabó la tarde en que me atreví —dios mío, cómo fui capaz de decirlo en voz alta— a sugerirle que había métodos —cera, maquinilla— para eliminar esa sombrita que afeaba su labio superior, y que a Sed Vicious, allá en el cielo de los punkis, no le importaría que peinase, un poco de vez en cuando. Me miró sin rabia. No respondió. Había en sus ojos una tristeza resignada e infinita. Tal vez había visto en mi algo que ni yo mismo veía y creyó en algún momento que podía entenderla. Algo hice o dije que le había dado esperanzas de encontrar en mí a esa persona que no juzga, que acompaña, que no quiere transformar a los demás en lo que no son y que disfruta paseando por jardines esteparios de piedra y cactus sin sentir jamás complejo de jardín inglés y sin empuñar nunca las tijeras de podar. No dijo nada y me miró unos segundos que bastaron para darme cuenta de la barbaridad que acababa de cometer. No lo confieso con ánimo de exculparme, pero me arrepentí nada más decirlo. Ni siquiera me atreví a suplicar un perdón.