La señora K camina por las calles de la Milla de Oro cuando en una de las lujosas tiendas ve un vestido de lino verde que le gusta. Entra para preguntar el precio. Sabe que el solo hecho de preguntar el precio en una de esas tiendas es señal de que no debería haber entrado, aun así entra y le pregunta a una de las dependientas. La dependienta, que parece un maniquí de escaparate, la cara como de porcelana, empieza a crecer para mirar a la señora K desde su nueva altura.
—Ese vestido vale un riñón, señora —dice, subrayando señora con un énfasis hiriente, pero que la señora K pasa por alto.
La señora K entra en uno de los probadores, se desnuda de cintura para arriba y se saca el riñón derecho. Se vuelve a vestir, sale del probador con el riñón en la mano abierta y se lo muestra a la dependienta de porcelana.
—Verá, no sé cómo decirle… — dice ella mientras deja que su mirada resbale desde la cabeza hasta los pies de la señora K.
—Diga, diga… —dice la señora K, como un perrillo que espera una carantoña.
—Ay, por favor, me resulta súper mega difícil decirle esto. La verdad, no es cuestión de dinero, ni de riñones. Es en plan política de la empresa. No podemos permitir que una mujer de su clase luzca —es un decir— una de nuestras chaquetas. Daríamos una muy mala imagen. ¿Comprende? Ay, por favor, dígame que sí, que comprende. Para mí sería súper importante y tal.
Sin saber qué decir, la señora K se queda mirando la cara de diseño de la dependienta —los perfiles perfectos de sus ojos y boca; en los labios un ligero mohín de falsa compasión —, se da media vuelta y entra de nuevo en el probador para reponerse el riñón derecho.
La señora K sale a la calle con los dos riñones en su sitio. Camina sin rumbo, desorientada, pero sus pies memoriosos la llevan hasta El Corte Inglés, a la planta baja, a esa sección de oportunidades donde se mezcla todo tipo de ropa, dispuesta de tal manera que parece el lugar donde unos menesterosos, reunidos para una orgía y apremiados por las urgencias de la lujuria, hubieran arrojado al aire las prendas que vestían.
La mano de la ausente señora K, como una araña histérica, hurga entre aquel revoltijo, se hunde en sus profundidades, saca al azar y desecha, y así está un buen rato hasta que al final encuentra una camiseta que es de su agrado. Se la muestra a la señora K, que parece complacida, pues se quita la camisa que lleva puesta, la arroja al revoltijo de ropa y se pone la camiseta que su mano le ofrece.
De camino a la salida, la señora K va contemplando su imagen reflejada en los espejos: sobre el pecho, Barth Simpson, con los calzoncillos bajados, muestra un gran culo. Por primera vez en la mañana la señora K sonríe: le gustará ver la cara que pone la mujer de porcelana cuando vuelva a la tienda. Pobre e ingenua señora K.