El señor K se identifica absolutamente con el protagonista de las novelas que lee. Si este tiene sarampión, pongamos por caso, al señor K le sale un sarpullido sospechoso por todo el cuerpo, y si aquel otro se come una guayaba y se enamora perdidamente de la antagonista, al señor K la boca y el cerebro se le hacen agua simultánea o sucesivamente, dependiendo de si los dos hechos se dan al mismo tiempo o uno después del otro.
Podríamos decir que el señor K vive más en la novelas que en la vida. Que compensa la grisura de su existencia con la pasión, incluso atormentada, de los personajes. Así el señor K llora y ríe y se angustia y se excita, todo al ritmo que le marcan esas figuras constituidas por palabras.
En la novela que el señor K está leyendo ahora, el protagonista, después de pasar por inmisericordes pruebas, ha llegado al borde de un acantilado, ha mirado al cielo y luego al abismo, y ahí se queda detenido para siempre en el punto final de la novela. Así, cada vez que un lector abra el libro por esta página, se encontrará al personaje en esa eterna inmovilidad al borde del acantilado. Pero el señor K, por mucho que se identifique con los personajes de las novelas que lee, sabe que no podrá permanecer eternamente indeciso al borde de su personal acantilado: tendrá que elegir entre seguir leyendo novelas o arrojarse al vacío.