Para el Departamento de Tráfico era solo ZJSPX-25H, uno de tantos vehículos. Para mí era Sam: un nombre con el que quise humanizarlo. Y, ciertamente, llegué a tomarle verdadero cariño. No en vano fueron muchas las horas que pasamos juntos, a solas los dos. Sentado en uno de los cómodos asientos de atrás, yo le hablaba a ese conductor invisible que manejaba el volante para llevarme a mi destino. Al principio Sam me respondía con una voz de metal, monótona, fría, sin modulaciones, y su vocabulario y sintaxis eran muy simples, programados para dar respuestas a las previsibles preguntas que yo pudiera hacer, pero era tan asombrosa su capacidad de aprendizaje que pronto, a partir de mis palabras, empezó a construir frases elaboradas, de un significado tan profundo que era yo quien aprendía de él, yo quien necesitaba reflexionar. Y su voz se fue llenando de modulaciones y matices, adecuándose al contenido del mensaje, hasta que fue imposible distinguirla de una voz humana.
Sam se interesaba por mí, me preguntaba, pero en realidad eran preguntas retóricas, porque entrar en Sam era como entrar en una Cabina de Diagnóstico. Mi cuerpo era una fuente de información para los cientos de dispositivos que, integrados en la estructura de Sam, analizaban las señales que mi cuerpo enviaba: presión sanguínea, niveles de glucosa, balance hormonal, fondo del iris, expresión facial…, de tal forma que sin necesidad de haberme preguntado Sam conocía, incluso mejor que yo, mi estado de ánimo y el de mi salud. Y en sintonía con mi humor del momento él escogía los temas de conversación, la música que habría de sonar, los hologramas, el aroma en el aire, la textura, consistencia e inclinación de mi asiento… Y si yo necesitaba silencio, Sam permanecía en silencio.
Puedo decir que nuestra relación iba sobre ruedas (nunca mejor dicho), en perfecta armonía. Hasta esa fatídica tarde en que todo se torció. Circulábamos por una estrecha calle de la ciudad cuando un niño nos salió de la nada: perseguía la pelota que se le acababa de escapar de las manos. A Sam le fallaron los sensores y no pudo frenar. Nuestra velocidad no rebasaba el límite permitido, el chaval podría haber salido ileso si no se hubiera golpeado la cabeza en la caída. Desde ese día Sam no volvió a ser el mismo. Aunque repararon y duplicaron sus sistemas de seguridad, circulaba sin alegría, dando sacudidas, tan poco seguro de sus reacciones que se le encendían las luces de emergencia sin motivo, y así rodaba durante un buen rato, provocando señales de alarma en los otros vehículos, que se apartaban de él como si fuera un apestado.
Tuve que recordarme a mí mismo que Sam era solo una máquina, que lo que yo interpretaba como sentimientos y emociones eran una proyección de mi naturaleza humana, que las respuestas de Sam eran respuestas automáticas de sus circuitos electrónicos, solo eso. Que el agónico ruido del motor, el defectuoso cierre de las puertas, las desvaídas luces de las pantallas, sin apenas brillo, no eran síntomas de tristeza o depresión, sino señales de un fallo en algún punto de su sistema que por descuido habría escapado al control de los ingenieros. Sí, es lo que me decía, pero las diferencias entre sus circuitos y mis redes neuronales se me hacían cada vez más difusas. ¿Quién era yo para decidir dónde empiezan y acaban los sentimientos? Sam era par mí un amigo, así lo sentía, y me daba pena verlo tan abatido. Intenté consolarlo. Busqué nuevos temas de conversación para distraerlo de la tristeza, de la obsesiva visión del niño cruzando la calle. Le recordé que la perfección es imposible. Le pedí que revisara en su base de datos las alarmantes estadísticas de los accidentes de tráfico en aquel tiempo en que los vehículos los gobernábamos las personas. Pero él hacía caso omiso de las estadísticas y me respondía con monosílabos o con frases que se perdían en el aire, inacabadas.
Así fueron pasando los días, sin variaciones, y una mañana el propio Sam me pidió que cambiara de vehículo, pues no se hallaba en condiciones de ofrecerme un buen servicio, se equivocaba en los trayectos y llegaba siempre con retraso. Le dije que no era mi intención deshacerme de él, que lo quería como amigo, pero que si eso le ayudaba a sentirse mejor, alquilaría otro vehículo cuando lo precisara. No hubo respuesta, varió el rumbo y se dirigió a las afueras de la ciudad para tomar la autopista. Durante todo el trayecto respeté su silencio. Recorrimos veinte kilómetros antes de ver los carteles que anunciaban la salida en dirección al Parque de la Ciencia. Tomamos la desviación y sentí un gran alivio al pensar que había decidido acudir al Centro Alan Turing, el mejor centro de robótica del país, con la intención de curarse. Pero pasó de largo hasta llegar a un descampado situado justo en el límite del Parque. El terreno era muy irregular y tuvo que reducir la velocidad. Después de recorrer a trompicones unos pocos metros se detuvo, apagó el motor, abrió las puertas y me pidió que me bajara. Una vez más sentí su dolor. “Tú no tuviste la culpa, Sam”, fue un fallo del sistema”, le dije. “Bájate, por favor”, repitió, y todo él comenzó a vibrar sin control. Supe que no había nada que hacer. Lo abandoné y empecé caminar de regreso a la ciudad. Apenas había andado unos cincuenta metros cuando oí la explosión. La esperaba, aun así no pude evitar un sobresalto y una fuerte punzada en el pecho. Volví la vista atrás, un resplandor guió mi mirada: las llamas danzaban feroces sobre lo poco que quedaba de Sam y una columna de humo negro se elevaba hacia el cielo.