
De repente, un día de primavera, el señor K pierde el olfato. Es el mismo día —casualidades de la vida— en que pierde la cartera, o se la birlan. Y no es que el señor K sea como Marcel Proust, a quien le dabas un mínimo estímulo, un olor, un sabor, incluso una insignificante magdalena asomada al precipicio de la taza de té, y te escribía un libro de infinitas páginas con esa prosa suya tan laberínticamente poética, tan extenuante su lectura que llega a provocar los síntomas de la asfixia en el esforzado y paciente lector. No, el señor K no tiene ni la imaginativa memoria ni el talento de Marcel, pero también tiene su corazoncito, y la pérdida del olfato supone para él una merma importante en su personal mapa emocional, pues cuando intenta recorrer los caminos por donde los olores transitan, esos caminos donde con solo aspirar el aire se despiertan las emociones, o se vincula el presente con el pasado en un viaje ensartado de añoranzas, el señor K, digo, se encuentra con muros imposibles de salvar y queda desorientado en medio de un mundo inodoro, con la nariz inútil, y el paisaje primaveral en todo su colorido de cerezos en flor, de lavandas, de lilos, de romeros, de salvias…, pero sin sus olores, le parece de una belleza amputada, muda.
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