
Observa esta foto en blanco y negro. Es de la boda de doña Isabel Alfonsa de Borbón y Borbón con el conde Jan Zamoyski. Se hizo en el Palacio Real de Madrid, en 1928. Repite 1928, 1928, 1928…, hasta que la fecha deje de ser un mero dato y evoque un tiempo ya lejano, de hace casi un siglo. Es la fecha que aparece al pie de la foto en el libro donde la he encontrado, y pienso que debe de ser un error, pues la boda se celebró en abril de 1929, según google. Me parece extraño que se reúnan y posen con tanta antelación, aunque quién sabe, desconozco las costumbres y protocolos de la realeza.
En la foto, además de a los novios, que están sentados ocupando el centro de la primera fila, puedes ver a algunos de los asistentes a la boda; supongo que todos o en su mayoría son miembros de los ramificados árboles genealógicos del novio y de la novia. Y ahí se va a quedar, en un suponer, ya que por el momento no tengo ningún interés en averiguar la identidad de cada uno de ellos, como tampoco lo tengo por resolver el misterio de esas fechas discordantes, de la foto y de la boda.
La tonalidad que predomina en la fotografía es la del blanco de los vaporosos vestidos de las mujeres, en mayor número, todas con velo y diadema. En el suelo, a los pies de la novia, llama la atención el extremo de su vestido de cola, como si fuera la piel de un extraño animal que yace despojado de sus entrañas. Los varones visten de oscuro, algunos con uniforme militar de gala, adornados de medallas y entorchados, otros con frac y chaleco blanco. A excepción de los que ocupan lugares protocolarios, como el rey Alfonso XIII (el padrino) y el novio, que flanquean a la novia, el resto está situado en los laterales, o al fondo por detrás de las mujeres, asomando las cabezas, seguro que también aupados en una provisional tarima.
Es esta una foto convencional, la foto que esperaríamos encontrar en un álbum oficial que diera fe del acontecimiento. Tan formal que si solo nos fijáramos en sus semblantes, lo mismo serviría para documentar una boda que un funeral. Todos mantienen la gravedad que cabe esperar de tan conspicuos invitados, y que los aleja de lo popular. Aquí nadie se ríe con descaro ni exhibe gestos vulgares, y no imaginamos al fotógrafo gritándoles el coloquial “patata” para sacarles una sonrisa, ¡qué menos que una sonrisa!, ¡es una boda! No, nada de eso. Es el rictus de lo solemne lo que aquí impera, sobre el fondo de un tapiz de incierta decoración.
Pero esta foto que acabas de ver está trucada, no es la foto auténtica, la que se muestra en el libro “Memoria de Madrid”, del fotógrafo Alfonso (Alfonso Sánchez García), y que yo he manipulado recortándola para modificar su encuadre y así poder escribir estas líneas. En la foto de Alfonso, el encuadre es de mayor amplitud, para que podamos ver el espacio que se abre por encima del tapiz, un tapiz de perfil desigual, un tanto chapucero, y que hace de frontera entre la estampa de los ilustres invitados a la REAL boda y el territorio en penumbra que hay detrás, de techo abovedado al que no le vemos el fin, y por el que asoma, a la izquierda, una larga escalera de mano. Y entonces ya no es la foto convencional, plana, que acabas de ver, sino una sugerente fotografía que nos sitúa también al otro lado, entre bastidores, advirtiéndonos de lo que tiene de tramoya, y esas celebridades que posan con la máscara de la solemnidad parecen ahora, con esta perspectiva —la que sabiamente eligió el fotógrafo—, personajes del teatrillo del mundo, teatrillo del que todos formamos parte.
