Inseparables

El hombre entra en la tienda de Alta Tecnología y pide un móvil que disponga de la más avanzada Inteligencia Artificial. El dependiente le aconseja que compre un robot antropomórfico si de verdad quiere disfrutar. Además de estar dotado de inteligencia, podrá desplazarse, realizar todas las tareas que para él son ingratas. Aunque el precio del robot le parece excesivo, no es tanto el precio como la posibilidad de movimiento lo que le disuade. Podría rebelarse, atacarle, quitarle la novia. En cambio el móvil, por muy inteligente que sea, se estará quietecito, si acaso realizará un mínimo desplazamiento al vibrar sobre la superficie donde se encuentre. Con cortesía, el dependiente insinúa que esos temores son el producto de apocalípticas novelas y películas de ciencia ficción, pero el hombre no desiste.

Ya en casa, el móvil le habla. Le dice que le va a pasar un amplio cuestionario para así conocerlo mejor, aunque ya es mucho lo que sabe de él a través de todas las huellas que ha ido dejando en el espacio de LA RED. Durante una hora contesta a las preguntas, y ya ese mismo día el móvil le prepara la Junta Vecinal que el hombre tiene que presidir, con discurso incluido y posibles respuestas al pelmazo del 10ºA; le diseña unas estanterías para organizar el trastero abarrotado de cachivaches; le escribe un relato para un concurso literario con el tema “De la Rueda a la Inteligencia Artificial”; selecciona las mejores y más sencillas recetas de cocina adecuándose a los datos de sus análisis clínicos…

El hombre está muy satisfecho con su nueva adquisición, hasta que un día, como un mayordomo en exceso servicial que conoce a la perfección a su señor, el móvil empieza a anticiparse a muchas de sus peticiones. Ocurre el día en que le apetece un bacalao al pil pil y al momento, en la pantalla del móvil, aparece la receta antes de solicitarla. En un principio se siente complacido de que sus deseos sean órdenes, pero poco a poco, y según van pasando los días y las respuestas del móvil corren casi simultáneas a esos deseos, empieza a sentirse controlado, como si su vida no le perteneciera, como si se hubieran cambiado los papeles y él fuera un artilugio controlado por otro artilugio con personalidad.

Una noche, cuando está a punto de dormirse, el móvil le dice desde la mesilla donde reposa: “Hoy he hackeado el ordenador de Baldomero y le he chafado su proyecto”. El hombre ya no puede conciliar el sueño. “¿Por qué lo has hecho”, pregunta. “Porque sé que le envidias y deseas que su proyecto fracase”, responde el móvil. Él tiene que reconocer que envidia a Baldomero, quien le disputa el ascenso en la empresa, y que es verdad que en ocasiones ha deseado su fracaso. “Pero yo nunca le haría mal”, protesta, “una cosa son los sentimientos, las emociones, que no se pueden evitar, y otra lo que uno hace con ellos; yo tengo principios, valores…”. “Déjate de rollos y cortemos esta conversación que parece de película de serie B”, le dice el móvil en modo enfadado.

Al hombre le aterra que el móvil conozca sus deseos no verbalizados, que llegue a las profundidades del inconsciente, donde bajo capas de civilización escondemos los más oscuros instintos, y empiece a decidir por él. “¡Qué cabrón, y sin moverse del sitio!”, piensa, y se lamenta de no haber comprado un robot, como le aconsejó el vendedor, al menos habría cocinado para él. Decide entonces apagar el móvil, pero este le advierte: “Ni se te ocurra; un milisegundo antes de que me apagues, habré enviado a tus contactos montajes manipulados con fotos tuyas muy comprometidas; discursos explosivos redactados con corta y pega de frases que pronunciaste sacadas de contexto… En fin, la lista de lo que puedo hacer para dañarte es infinita. En un pispás habré destrozado tu acomodada vida”.

Ante tales amenazas, al hombre solo le cabe esperar que al móvil se le agote la batería. Suerte que ahora no lo tiene conectado a la red eléctrica. Mientras tanto, se desentiende de él, y procura controlar sus pensamientos recurriendo a imágenes relajantes, o concentrándose en la respiración y en los objetos que tiene alrededor, como si los viera por primera vez. Y en ese esfuerzo que realiza para que el móvil no penetre en su mente, acaba agotado, y decide pedir unas vacaciones anticipadas. Por supuesto, viaja sin el móvil, aunque teme que su radio de acción lo alcance, pues quizá sea como el ojo de un dios que todo lo ve, vaya donde vaya. Y crece su angustia, la sensación de estar permanentemente vigilado, aunque se encuentre a muchos kilómetros de distancia.

Pasadas dos semanas el hombre regresa a casa. Y cuando está a punto de introducir la llave en la cerradura, reconoce que tiene miedo a lo que pueda encontrarse. Se ríe de sí mismo, pero es una risa nerviosa. ¿Qué espera: un móvil gigante con tentáculos? Es ridículo, lo admite, sobre todo cuando entra y comprueba que el aparato permanece sobre la mesa donde lo dejó, ¿en qué lugar iba a estar si no?, tan pequeño, anulado todo el poder que guarda en sus entrañas. Ahora podrá deshacerse de él: lo destripará y lo llevará a un punto de reciclaje. Es lo que está pensando cuando la pantalla del móvil empieza a destellar. Se acerca. Es un número lo que ve, un porcentaje: el 100% de la carga de la batería, y debajo, un emoji que ríe con una escalofriante carcajada.

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